Sin vacunas, sin paracetamol, sin albóndigas y sin Abba

Cada semana advierto una nueva señal sobre la llegada del apocalipsis. Empecé a fijarme aquel día en que el chino de mi barrio advirtió que el domingo no abría y el pollero, que no vendía pollos asados en fiestas de guardar. Enseguida, se añadieron las tabernas que expenden vinos sin alcohol, como si fueran casitas de té, o los cocineros que guisan con gusanos. Cerraron una parroquia en la misma semana que el “Profesor Bamba”, cuyo “espíritu es más rápido que el aire”, llegó a la ciudad.

Sí, parecían cosas irrelevantes, signo de que la edad moderna no respetaría nuestras viejas costumbres, ni cosas por el estilo. Pero lo que quizá no era de esperar era que, también, el racionalismo y la ilustración saltaran por los aires.

Esta semana hemos tenido sonoros ejemplos de quien nos quiere llevar a siglos anteriores a la penicilina. Déjenme citarlo antes de abandonar el terreno sesudo, como corresponde a los viernes. Un señor que se llama presidente de los Estados Unidos ha decidido ejercer de asesino potencial de la raza humana y acabar con las vacunas, el paracetamol y las políticas de salud.

Pero una amenaza nueva nos llega. A medida que el chamán norteamericano avanza, avanzan los más ultras. Sorprendentemente, estos mismos que se quejaban de ver reducida su libertad cultural han decidido organizar nuestra práctica cultural.

De los mismos productores del terraplanismo nos llega ahora el llamado canon cultural. ¿Qué es el canon cultural? Pues crear una lista de obras, ideas, prácticas y marcas que definen a este o aquel país, a esta o aquella cultura…

Imaginen ustedes que, por ejemplo, un radical español descubre que la cebolla es asiática, sospechosa en suma, y decide que habría que suprimirla de la tortilla; que el flamenco, que es de origen racial equívoco, romaní y trufado de sones árabes, habría que suprimirlo en los tablaos o, por un poner, que siendo la almendra o la miel de origen judío habría que cancelarlas, y cosas así. Naturalmente, habría que cambiarle el nombre a la tortilla francesa y a la ensaladilla rusa.

No; no bromeo: la idea del canon cultural no es del señor Abascal. Se extiende por Europa. Suecia ha iniciado el camino, tras el fracaso de Dinamarca. En un teatro del siglo XVI, que eso sí es moderno, y no con muebles de Ikea y espacios minimalistas de esos, se ha presentado la lista de 100 obras, ideas y marcas que definen a Suecia. El contenido es sorprendente y dice mucho sobre cómo concebimos la cultura, la nacionalidad y la identidad hoy en día, no solo en Suecia, sino en todo Occidente.

Originalmente, se trataba de un propósito defendido por el partido ultraderechista “Demócratas de Suecia”. Como son necesarios para apoyar al gobierno de la derecha en minoría, este les regaló que hicieran un “canon” oficial.

Desde la creación del Comité del canon en 2023 (también los ultras necesitan comités), el tono en los medios suecos ha sido muy crítico e incluso la Academia Sueca, el organismo que otorga los Premios Nobel, se negó a participar en el proyecto.

Un proyecto, señoras y señores que ha suprimido, sorpréndanse conmigo, al grupo Abba de lo que debe ser la cultura sueca. No se rían, Trump quiere cancelar a Bruce Springsteen. Pero, más aún, también han suprimido las albóndigas suecas. La selección final es un bufé (también excluido) de opciones dispersas a lo largo de la historia sueca, desde las Revelaciones de Santa Brígida hasta Pippi Calzaslargas.

Lo que esto significa, en la práctica, está abierto a interpretación. Cuando los medios preguntan a los autores sobre cómo se aplica tal tontadica nadie parece tener una respuesta. ¿Formará parte del currículo escolar? ¿Se actualizará la lista periódicamente? Se desconoce el asunto. Quizá se guarde en un armario dentro de una bóveda cubierta de musgo, como corresponde a la historiografía sueca.

Hay algo de engaño en toda esta iniciativa. Dinamarca introdujo un canon cultural oficial similar en 2006. Fue enseguida ignorado por el personal, a pesar de formar parte del currículo escolar, al no haber logrado ninguno de sus objetivos. Cuéntenle ustedes a los de X ( antes Twitter) o “influencer” de TikTok que tienen que portarse como Putin e ignorar la decadente cultura moderna. Vale, lo del reguetón lo entiendo, pero quien lo cante, si es que eso se canta, es cosa suya.

Pero quizás el verdadero objetivo del canon, más allá de proporcionar una cortina de humo útil, sea el debate en sí. La introducción de la idea de un canon cultural nacional uniformador se define por decreto. Es una enésima muestra de dirigismo político. No es solo Trump; ahora tendremos que lidiar con imbéciles de todo el mundo.

La introducción de un canon cultural nacional sugiere una “comunidad imaginada” del Estado-nación. La premisa es que existe una cultura nacional que puede definirse: ¡Viva el Cid! (aunque sea un mercenario). Académicos de toda clase de ideología han demostrado que cuando los Estados intentan arreglar la cultura, inevitablemente la fabrican. Las expresiones “woke” son el último invento fallido.

Ya sabemos que no podremos ir a Nueva York, al menos algunos. Qué haremos si en Suecia no podemos cantar Chiquitita, Waterloo, Mamma mia y otras, mientras tomamos unas albóndigas suecas en salsa. Nada, tampoco iremos a Estocolmo.

Da igual que académicos o científicos hayan demostrado que cuando se desprecia la cultura que se crea cotidianamente, o la ciencia, en realidad se ignora al pueblo y se le maltrata.

Corran raudos a su taberna. Hoy me tomaré, siendo viernes, a su salud, el vinito que todavía el tabernero conserva. Cualquier día de estos nos dan mosto sin alcohol. Me lo veo venir, acabaremos en un Kebab, esos no se rinden nunca.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Time limit is exhausted. Please reload CAPTCHA.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.