Es difícil imaginar el horror desde la altura de un niño

Los ojos de dolor de un niño o una niña no nos son desconocidos. Llenan hemerotecas. Mi generación las conoció por primera vez en la guerra del Vietnam, tras haber mirado de reojo los ojos de nuestros padres y abuelos, niños y niñas, de esa guerra que este país libró hermano contra hermano.

Aquellos ojos vietnamitas fueron seguidos por los de Oriente Medio, por los niños de la guerra, por las niñas esclavas, las secuestradas. Son los ojos que vimos en Siria, los que se hunden en el Mediterráneo o acampan en los campos de refugiados. Los ojos que vimos en los Balcanes y vemos hoy en Ucrania. Es el dolor de la guerra.

Esta semana hemos vivido otro tipo de horror y de dolor. 19 niños de Uvalde, en Texas, han sido asesinados por un tirador que se había comprado para celebrar su mayoría de edad dos fusiles de asalto. Es difícil imaginar el horror desde la altura de un niño.

No dejaré de recordar que europeos y españoles nos hemos matado con alegría durante siglos. Pero las armas han sido monopolio de los ejércitos y las regulaciones, estrictas.

Podemos entender las raíces culturales de un país, que no tiene tres siglos, construido a lomos de caballo, con una Biblia en el bolsillo y un Winchester en la otra mano, matando indígenas. Pero que, casi tres siglos después, no haya quien ataje la cultura del arma en el cinto, resulta incomprensible. Incomprensible si no se conocen los datos.

Ted Cruz, senador republicano de Texas, suspendió una rueda de prensa cuando un periodista británico le preguntó por las armas. Es política, dijo. No se trata de un problema de falta de sensibilidad, sólo.

Ayer, el sitio de noticias Axios publicó una lista de los principales destinatarios de las donaciones del lobby de las armas en el Congreso actual. Sí; lo han adivinado: Ted Cruz es el campeón: 442.000 dólares ha recibido y se duplica la cifra si se cuentan las contribuciones directas e indirectas, como la compra por parte de la Asociación Nacional del Rifle de anuncios de ataque contra los oponentes.

Entenderán, entonces, que a Ted Cruz, como muchos republicanos -menos demócratas, pero también- se resistan a regular las armas: si, sépanlo: no es la Constitución, es la pasta gansa. Un negocio de 50 mil millones de dólares que se disemina a los políticos con facilidad.

A la interminable y desesperada letanía de fusilamientos que manchan de sangre la historia reciente de Estados Unidos, habrá que añadir ahora el nombre de una nueva ciudad mártir: la pequeña localidad de Uvalde, de 15.000 habitantes, en el sur de Texas, donde un hombre disparó fríamente a 21 personas el martes dentro de una escuela.

Los tiroteos masivos son tan comunes en los Estados Unidos que sólo se llora. Un aullido de dolor se escuchó en diversas formas el martes. El presidente Biden se dirigió al país en lo que parecía una mezcla de humanidad y desconcierto. Inútil lamento de un padre que ya ha perdido a un hijo, inútil llamada contra el lobby de las armas. Simplemente, el hombre con la posición más poderosa de la Tierra no puede hacer otra cosa que mostrar su frustración.

Yo no sé qué debe ocurrir en Estados Unidos, como tampoco lo sabe Biden. Si sé que les fallamos a los niños y niñas, otra vez.

Perdonen que no les haya hecho mis habituales ingeniosos comentarios de viernes. Pero diecinueve niños de la edad de mis nietecillos fueron asesinados por un tipo que compró fusiles de asalto en un supermercado. Mientras disfrutan el fin de semana, bien merecido, piensen en lo difícil que es imaginar el horror desde la altura de un niño.

 

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