Hace tiempo ya que un nuevo enfrentamiento electoral entre Joe Biden y Donald Trump se hizo inevitable. Y se trata de una lucha singular y nada ejemplar. No me refiero sólo a la confrontación entre la política woke del actual presidente, en la que todo lo que se oponga al pensamiento rupturista y a la nueva moda de lo políticamente correcto es rechazado, y la de su predecesor, de poner a su persona por encima de las instituciones, actitudes que son antagónicas, sino a las características personales de uno y otro,
De Biden son conocidas sus vacilaciones y sus lapsus linguae, nada de extrañar en un hombre que si ganase las elecciones terminaría su mandato a punto de cumplir los 86 años, con todo lo que ello supone. Trump, por su parte, es un megalómano incurso en juicios incluso penales y que sigue sin reconocer que perdió los anteriores comicios a la presidencia.
O sea, que no sólo son opuestos sus estilos de hacer política y las ideas en las que los sustentan, sino que se trata de dos candidatos decrépitos por su biografía y su situación personal. ¿Cómo se gestionaría Estados Unidos tras la victoria de cualquiera de los dos? De maneras incompatibles, por supuesto, pero siempre al borde de una mala decisión o de un acto de locura narcisista, conductas que el país más poderoso del mundo no se podría permitir.
Así que los USA se encuentran ante una disyuntiva diabólica que refleja la decadencia de la clase política del país. Los presidentes norteamericanos nunca se han distinguido por una gran agudeza mental, pero la situación actual es inédita y diabólica, producto de la falta de renovación de unos cuadros dirigentes que la introduzcan sin riesgos en la modernidad y la vivacidad de actuación.
Por eso, gane quien gane las próximas elecciones, los Estados Unidos serán los auténticos perdedores ante un futuro con más sombras que luces.