Al parecer el capitalismo tardío ha tomado tres decisiones: que las “cosas” se fabriquen en Asia, que Europa produzca “experiencias”, que los USA vivan de aranceles y de oligarcas tecnológicos. O sea, que el capitalismo ha decidido acabar consigo mismo. Siendo así, es normal que la ideología liberal decline necesariamente. Keynes afirmó que “la guerra de clases me encontrará en el lado de la burguesía educada”, lo dijo en la escuela de verano del Partido Liberal en 1925. Sospecho que hoy no encontraría sitio. No le gustaba el individualismo conservador, ni los grupos de presión de izquierda. Maynard era un poco malvado, pero no le faltaba razón en una cosa: así se veían los liberales.
Para defender la libertad de elección o las libertades políticas no hace falta ser liberal. Los liberales, en realidad, nacieron para administrar la “extravagancia” del modelo social, mientras se les permitía la necesaria ingeniería financiera para eludir sus compromisos fiscales que se trasladaron a clases medias y trabajadoras. Acuerdo social que funcionó hasta que se hizo insostenible.
Francia es la mejor metáfora del declive liberal. No es Macron, fue con Charles de Gaulle cuando se lio todo. “La grandeur” consiste en ser el primero de la clase, también en el modelo social y de aquellos polvos, los lodos posteriores. El 68 hizo su trabajo y la “cultura política nacional” se convirtió en una mezcla de subsidiación y presión fiscal, que ha devenido en endeudamiento y reiterados incumplimientos de las normas fiscales europeas.
Cuando llegó el capitalismo de casino de los ochenta y, por un poner, González corrigió las pensiones, los franceses la redujeron a 62 años; mientras Europa cerraba aceros, navales y minas, los franceses las nacionalizaban; mientras Europa retrasaba la reducción de jornada, Francia la llevaba a 35 horas; mientras la Europa social racionalizaba la salud, Francia financiaba a todo médico privado que uno eligiera.
“La grandeur”, y el déficit público financiado por un potente PIB de la vieja economía. La llamada V República ha mantenido todas sus culturas y sus grupos de presión. Sean sindicatos derribando un Gobierno o chalecos amarillos, es la calle parisina.
La Francia postmaterialista inventaba ciudades de quince minutos, semanas de cuatro días. Y cosas de ésas que dejaron de funcionar en cuanto las “banlieu” (barrios del extrarradio de población de origen inmigrante) se dieron cuenta de que no estaban ya en el estado del bienestar.
Se habla mucho del declive de la izquierda y es cierto, pero no se recuerda tanto que el liberalismo no solo ha sucumbido en Francia; casi nadie recuerda que se desvaneció en el Reino Unido, que desapareció en Alemania. Que el muy liberal centro–derecha burgués y educado francés se disolvió cual azucarillo; que, en Canadá, Trudeau pasó a mejor vida política y que el centro demócrata norteamericano fue barrido, primero en su partido, luego electoralmente por el populismo reaccionario.
Este “liberalismo” busca, fundamentalmente, la conquista del centro-izquierda y el centro-derecha. Macron o, en España, Ciudadanos, lo intentaron. La evidencia es que no pueden competir con el meteórico ascenso de la derecha en Occidente. Con el colapso de estos partidos en tan poco tiempo, surge la pregunta: ¿qué pasará con el liberalismo “cajón de sastre”?
Macron, quien en su momento afirmó haber superado la división entre izquierda y derecha durante su primer mandato, intentó extender su influencia disolviendo la Asamblea Nacional en 2024, una apuesta arriesgada que se convirtió en un desastre electoral. Su incapacidad para convencer a una población de las necesarias reformas ha creado una brecha entre él y la ciudadanía, profundizando la desconfianza hacia las élites políticas, alimentando la brecha generacional, el nacionalismo reaccionario y el populismo radical.
La respuesta a la política económica del gobierno de Emmanuel Macron se observó ya (de noviembre de 2018 a abril de 2019) con la revuelta de los “chalecos amarillos”. Este movimiento reunió una diversidad política que va de Mélenchon (populismo podemita para entendernos) a Le Pen, con, en el centro, una masa de abstencionistas que han comenzado a desconfiar de cualquier representación política o sindical.
Lo que agita a la mayoría de los ciudadanos franceses y se traduce políticamente en partidos claramente identificables es la división entre el liberalismo (defendido por La República en Marcha) y el nacionalismo lepenista y extremista (propugnado por la Agrupación Nacional).
No creo que el populismo izquierdista de Melenchon sea una alternativa. Así que no cabe rechazar del todo que una República en Marcha, el movimiento de Macron, pero sin Macron, pueda mantener cierto peso político. Un peso político derechizado, porque no parece que los socialistas anden mejor de salud, por ahora.
La crisis francesa no es una buena noticia. Macron puede ejercer un liderazgo europeo y confrontar con Trump, ya lo ha hecho. Los centristas podrían ser aliados de políticas de izquierda no populistas. Y, económicamente, su ausencia, debilita a la Unión Europea. El euro ha aguantado su valor, pero la caída de la bolsa ha dirigido los capitales al oro (no al dólar, escucha Trump) al no ver monedas de garantía.
La dimisión de un presidente de Gobierno que ha durado una noche, por una mala elección de ministros y una maniobra de un conservador para ganar la nominación electoral de su partido, siembra el caos en Francia y aboca a Macron a unas elecciones anticipadas, a las que no podrá presentarse, o a repetir negociaciones extenuantes con el centro-derecha.
Horas después de que el nuevo primer ministro de Francia renunciara, Emmanuel Macron le pidió que permaneciera en su cargo dos días más en un último esfuerzo por encontrar una salida a la crisis política del país, que se profundiza rápidamente.
El presidente francés dio el lunes por la noche a Sébastien Lecornu –quien anteriormente se había convertido en el tercer primer ministro en renunciar en un año– cuarenta y ocho horas para “llevar a cabo las negociaciones finales… para definir una plataforma de acción y estabilidad”.
Un juego de sillas, muy a la vieja Italia, que ni responde a valores ni a políticas, solo a impedir el definitivo declive francés de los intentos liberales