La billetera, la reliquia boomer

Siendo viernes, corresponde que les alerte sobre una cuestión no sesuda, pero sí transcendente. Como saben, los viernes de este blog acaban teniendo una función: alertarles sobre el fin del mundo conocido. Viene el caso de hoy a que, hace menos de un mes, para la Diada, un grupo de jóvenes, ahora treintañeros, vienen desde Catalunya desde hace ya más de una década, aprovechando la festividad para visitar Madrid.

Naturalmente, salen de Cataluña por razones turísticas, no por otra cosa, faltaría más, y son excelentemente recibidos, a pesar de que torturan a los taberneros no solo con peticiones rarísimas, ese empeño en restregar tomate no es para taberneros, es para los chef; a ver si me lo entienden de una vez.

Lo que viene a castigarnos un poco es la endiablada costumbre de dividir la cuenta en partes, cada cual paga lo suyo y, además, les cuesta entender que aquí se va de tabernas, no se sienta uno, durante horas, pasando el día en la misma mesa, con la novia o pandilla, sin moverse y sin consumir.

Acude esta pandilla de la que les hablo a Madrid con el objeto de que el cronista haga de guía turístico en la afamada ruta llamada “la taberna histórica”, pues no hay historia de Madrid que pueda contarse sin tabernas ni tabernarios.

Empezamos nuestra ruta, este año, en el Callejón de Álvarez Gato, poeta renacentista y mayordomo de Isabel de Castilla. Lugar donde se encontraban, y hay modernas réplicas, los espejos, cóncavo y convexo, en que Don Ramón del Valle Inclán, generación del 98, inventó el esperpento: la deformación de la realidad representaba a España, en su opinión.

Dice, en Luces de Bohemia, el poeta ciego y moribundo Max Estrella: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada. España es una deformación grotesca de la civilización europea”. Por supuesto no hablamos de los tiempos que corren… o quizá sí.

Ante tanta información, que supera sin duda la asimilación cerebral de los usuarios de X, la muchachada necesitaba de reparación, unas bravas, en la taberna donde residen los espejos. Consumidas las viandas, llegó el inevitable momento de la sinfonía catalana: cómo repartir la cuenta de unas bravas entre ocho.

La división corre a cargo del teléfono, que de memoria es duro, y empieza el aria del camarero: un gesto elegante de reloj sobre el datafono, un teléfono colocado displicentemente sobre la máquina, un paga tú y te hago un bizum. Algo sorprendido me atrevo a preguntar, en mala hora, por Dios: ¿pero, no usáis billetera?

El más joven entre ellos y ellas me mira asombrado. Continuando mi labor pedagógica me atrevo a informarles de que la billetera es un invento del siglo XIV, una especie de mochila o zurrón donde se transportaban documentos oficiales, rollos o documentos imprescindibles: le billet.

A medida que pasó el tiempo fueron haciéndose más pequeñas y más modernas: fabricadas en todos los colores, de todos los materiales, verticales o apaisadas. Nunca supimos por qué si la llevaban las señoras se llamaban monederos y si la llevaban los caballeros se llamaba billetera, aunque me temo lo peor al respecto: ellas solo llevaban pequeñas monedillas y la pasta gansa la llevaban ellos.

Inmediatamente, la muchachada puso cara de que nos está contando este “boomer” y ponderó la utilidad del dinero electrónico. No hay apagón, guerra híbrida potencial, lluvia de drones o ausencia de línea telefónica para llamar a Amazon o a Shein que les convenza. En realidad, la desaparición de la billetera, se debe, son muy listos estos “Z”, a la desaparición del efectivo. Y al consiguiente aumento de la popularidad y aceptación de las billeteras digitales.

El dinero es cosa de viejos y de pobres. Malas noticias para artistas callejeros, mendigos y cualquiera sin cuenta bancaria. Lo verdaderamente progresista sería donar un datafono a todos los vulnerables que piden en las calles, a Montero, de los Montero de Hacienda, le encantaría no solo saber lo que ya sabe, sus bizum y pagos electrónicos, si no lo que percibe un mendigo: un impuestito se vendría, seguro. Sí; ella sabe en qué te gastas el dinero, maldito blanqueador.

La sinfonía se repitió bar tras bar, hasta que al final, en la última de las tabernas, cuando “el vino de las lenguas tropezadas” derrotó a los goliardos, un camarero les dijo “hermanos, solo un pago en el datafono, que no trabajo pá la banca, ustedes mismos”. Sorprendidos, los muchachos abrieron un debate sobre alternativas posibles. Al final, pagó el cronista que llevaba en “su cuerno de la abundancia unas monedillas de plata” (gracias, Federico).

Reabriose, de nuevo, el debate sobre la desaparecida billetera, que se sumó al de la necesaria modernización de la hostelería patria. Antes de que volvieran a sugerir que quienes usamos billetera somos ancianos en trámite de desaparición, les hice la pregunta definitiva, ésa que no tiene respuesta moderna posible: ¿en qué parte del “watch” guardáis el preservativo”? Quizá alguno pensó en contestar es que estoy sin batería, pero no se atrevió. En fin, la victoria siempre nos reserva un momento de gloria.

Hoy, cuando vaya a visitar a mi tabernero a tomar un vinito a su salud le haré un modernísimo gesto con el reloj. Conociéndole, es probable que me diga alguna burrada. Disfruten el fin de semana, mientras sienten aliviados sus bolsillos, era muy pesada. Hasta para enseñar el DNI hay que abrir el teléfono. ¿Qué haremos sin la billetera “en un ataque preventivo de la URSS” (sí, ellos han vuelto)?

 

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