La perturbadora sala de baile

Nota a los consejeros de Trump: inaugurad la sala de baile con La Valse de Ravel. No me harán caso; construido sobre las ruinas de la patria, el monumento al ego y la estupidez de los amantes del pan de oro y la fanfarria nacerá con alguna impresentable música que bailarán jovencísimas chicas MAGA, recordando cuando el pederasta suicidado se encargaba de organizar las fiestas.

Las jóvenes lucirán cabello con ondas suaves -basado en el estilo de culto adorado por las damas republicanas, porque es caro y requiere un estilista-. Mostrarán una belleza amenazante y su disposición ante el macho alfa. Necesitamos esa “ballroom” cuanto antes, insiste POTUS.

Fue ayer cuando entendí que a estos tiempos oscuros les va La Valse de Ravel. Guiado por el siempre pedagógico musicólogo y poeta Antonio Daganzo, disfrutamos de una interpretación magnífica de la Orquesta Nacional de España (dirigida por Lorenzo Viotti).

Acudir con Antonio Daganzo a un concierto es como ir acompañado por un diccionario de música. Por ejemplo, si uno está entusiasmado por la interpretación, él es capaz de advertirte: “Ha sido magnífico… aunque las trompas no han tenido su mejor noche”, y uno tiene que poner cara del Kennedy republicano, profeta de la “estupidez natural”, que no distingue entre el útero y la placenta, porque en realidad había ignorado absolutamente a las trompas.

¿Por qué es este vals ideal para la “ballroom” del autócrata? Ravel, que había imaginado una composición para celebrar la brillantez del vals, fue interrumpido por el dolor de la primera guerra mundial, por el final del mundo conocido y anticipó, en su ánimo, la segunda gran guerra.

La Valse va descomponiendo la música, poco a poco, en pequeños cubos de dolor y oscuridad: eso es lo que corresponde a estos nuevos tiempos “trumpistas” de odio, corrupción y diplomacia de matón. Si desean hacerse una idea, vean esta composición de La Valse de Astaire y Rogers: cómo el negro derrota al glamur del vals, el dolor a la sonrisa de la danza y los bailarines del viejo tiempo están condenados a desaparecer en las brumas de la falta de libertades.

Sobre las ruinas del Ala Este de la Casa Blanca, una sala de baile será construida. ¿Por qué? Porque a él se le ha puesto en los mismísimos. Por supuesto, existen leyes que lo impiden y licencias que deberían ser solicitadas. Naturalmente, hay una empresa pública para trabajar sobre el patrimonio y es exigible un presupuesto discrecional. Es obligatorio proteger un patrimonio histórico de más de 200 años.

Nada de eso ha sido considerado por el ególatra que no solo ha construido ilegalmente, sino que ha financiado la inversión de forma irregular, construyendo en realidad un monumento a la mordida, con financiación de oligarcas favorecidos por toda clase de corruptelas.

Entre los donantes del salón de baile propuesto se encuentran Apple, Amazon, Meta, Microsoft y Google. También han colaborado contratistas de defensa y empresas de comunicaciones, como Lockheed Martin, Palantir, T-Mobile y Comcast.

Al promocionar la propuesta del salón de baile de 8 mil metros cuadrados (dos campos de futbol de medidas justas), Trump dijo que la construcción “está siendo pagada por algunos amigos míos”. Trump no ama América, ama los cheques que se ponen a su nombre.

La sala de baile construida sobre las viejas ruinas del ala este, antaño oficina de las primeras damas, es la metáfora del final de la América conocida y la presidencia de Trump. Confirma la amputación de un símbolo de la historia americana, anuncia la distopía de cápsula de riqueza en una ciudad brumosa ocupada por soldados que persiguen a su futuro alcalde; es templo de corrupción y venalidad, territorio de la danza de la muerte que imagino Bergman.

La sala de baile se convierte, según la fiscal general Bondi –nombrada para perseguir opositores, como en Rusia los asistentes de Putin– en la prioridad del presidente. No, no crean que se trata de una decisión propia de la “estupidez natural” de los populistas reaccionarios norteamericanos. Sí; son estúpidos, niños malcriados, viven en un jardín de egos, financiados por el endeudamiento de los demás, pero son peligrosos, potenciales liberticidas: la “Ballroom” es una advertencia inquietante.

El presidente estadounidense fabrica metáforas obvias. Ha demolido el Estado de derecho con dinero de sus compinches y personas con información privilegiada que buscan favores gubernamentales. ¿Qué mejor que destrozar literalmente un ala de la Casa Blanca? Se ocupará de la misma forma de la Constitución.

Trump quiere vivir bajo una opulenta orgía dorada, mientras envía con leyes maravillosas a los soldados contra su pueblo, mantiene cerrado el Congreso y amenaza con quitar la nacionalidad a adversarios a los que no puede ganar en las urnas. Uno no construye una sala de baile si no quiere quedarse. En las ruinas del Ala Este nace la voluntad de romper la Constitución y presentarse a un tercer mandato.

La imagen de mampostería rota, escombros y cables de acero en la dirección más famosa de Estados Unidos evoca una película de catástrofes. Su ensoñación monárquica le conduce a parecerse al Gran Constructor de Hitler: tapar en untuosidad los campos de concentración.

“Mi nombre es Ozymandias, Rey de Reyes. ¡Contemplen mis obras, poderosos, y desesperen! “No queda nada más. Alrededor de la ruina de ese naufragio colosal, ilimitado y desnudo, las arenas solitarias y llanas se extienden a lo lejos” (Shelley). Quizá el día que compartan conmigo las fotos de la perturbadora sala de baile, ya sea demasiado tarde. Para los americanos, pero también para nosotros.

 

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