España ha decidido que cambiar la hora es un engorro. Pedrito, en un gesto de audacia horológica, ha propuesto a la Unión Europea que dejemos de jugar al escondite con el reloj. Nada de “a las tres serán las dos”. Se acabó el jet lag doméstico. ¡Victoria! O eso parece… hasta que uno intenta encender la luz y descubre que el país está a oscuras.
Porque mientras el sanchismo se ocupa de los ritmos circadianos, los ciudadanos se ocupan de encontrar velas. El pasado apagón general —y el más específico ahora en Orense, cortesía de Red Eléctrica— ha demostrado que en España no sabemos qué hora es, pero tampoco podemos verla.
La lógica del sanchismo es impecable: si no hay luz, al menos que no haya confusión horaria. Es como si el Titanic hubiera decidido cambiar el menú del comedor mientras se hundía. “No hay hielo en el whisky, pero tampoco en el océano, así que todo bien”, podría ser una grouchada del no menos simpático Groucho Marx.
Mientras tanto, en Orense, los vecinos se preguntan si el apagón fue una metáfora. ¿Un mensaje poético sobre la oscuridad institucional, sobre la España profunda a la que nos ha devuelto el sanchismo? ¿Una performance energética? ¿O simplemente un cable mal enchufado?
Red Eléctrica asegura que todo está bajo control. Lo que no aclara es si ese control incluye saber por qué se fue la luz. El Gobierno, por su parte, sigue adelante con su cruzada contra el cambio de hora, como si el problema fuera que los españoles duermen mal, y no que se despiertan sin electricidad. En realidad, la propuesta de Sánchez tiene algo de zen: si no puedes cambiar la realidad, cambia el reloj. Si no puedes encender la luz, al menos que no te despierte a las seis pensando que son las siete. Si no puedes construir viviendas ni resolver los graves problemas sociales, por lo menos que no piensen en ello. Ya se sabe: ojos que no ven, corazón que no siente.
En este país, donde los conflictos reales se gestionan con la misma eficacia que un ventilador en una tormenta, Pedro Sánchez y sus miniministros quieren conseguir que la política horaria se convierta en un símbolo de resiliencia. No se trata de ahorrar energía, sino de parecer que se hace algo en unos tiempos en los que la corrupción ahoga al núcleo más próximo del presidente del gobierno. Y si ese algo no ilumina, al menos entretiene, que es de lo que se trata.
Así que celebremos: Sánchez y Albares quieren que no volvamos a cambiar la hora. Eso sí, tampoco cambiaremos la bombilla, ni el transformador, ni el modelo de gestión. Pero qué importa; qué importa que en Europa nos hayan excluido del núcleo motor de la UE. En la oscuridad, todos los relojes dan la misma hora.