Como son días de asueto, imagino que ustedes se lo han pasado haciendo cosas divertidas. En mi caso, además de refugiarme en mis tabernas favoritas para resistir la ocupación de la ciudad, ha sido la lectura divertida la que me ha ocupado, mientras compartíamos en familia los oportunos catarros. De lo más divertido que he podido leer es una polémica en la que Pablo Iglesias y Vito Quiles discuten sobre quien la tiene más grande; me refiero a la cartera. Pablo Iglesias presume de poder disfrutar de “vicios burgueses”, frente a un Vito Quiles que le reprocha su “vida caviar” y que él no puede acceder a los lujos “podemíticos”.
Sostienen en la derecha radical que un sueldo de profesor asociado y una taberna pagada con crowdfunding, financiación colectiva que viene a ser una deuda, no da para tanto. Sostiene el populismo sedicentemente comunista que el que más chifle, capador y que el caviar es para el que se lo trabaja. Detrás del chiste, hay toda un problemón político. No hay manera de reírse sin riesgo.
Se trata de una disputa, en realidad, de dos pequeñoburgueses que disputan su espacio en la escalera social. En un contexto de incertidumbre y de cambios radicales en el trabajo, junto a una cultura que lo desprecia, la clase media aspiracional busca acceder a los beneficios que emanan del clientelismo político.
Eso es lo que llevó a Iglesias a la “política de la venganza”, como discurso social y de negocio, y a lo que aspiran los pequeñoburgueses radicales de derecha: un cambio de poder que genere beneficios clientelares. Este conflicto es muy típico en la historia de Europa. Fue el empobrecimiento de los vástagos de la pequeña burguesía lo que llenó Europa de color pardo, dando paso al nazismo y a la radicalización de la izquierda. Los dos colores antisistema comparten las mismas raíces.
Dimitrov, responsable de la IIIª Internacional, señaló a la pequeña burguesía empobrecida como responsable del fascismo, Polanyi, que no era comunista, hablando de lo que llamó “la gran transformación” en la revolución industrial, identificó la crisis del trabajo y el deterioro de las rentas como causa de que las incipientes clases medias trabajadoras no solo vieran interrumpido su ascenso social, sino que perdieran posiciones sociales vertiginosamente.
Ustedes y yo sospechamos que algo de esto está pasando. En estas circunstancias, puede que las élites de las derechas más radicales estén trufadas de viejos tics fascistas, pero hay más de pequeñoburgués empobrecido en el voto que se nos viene. A ello se añaden, cierto, las tontadicas de la cultura woke.
En este contexto, viene a cuento que escriba sobre uno de los aniversarios literarios que tenía previsto recordarles antes de final de año, tengo dos. El pasado noviembre se han cumplido 50 años del asesinato de Pier Paolo Pasolini. Uno es como Pedro, celebra las muertes que quiere.
Antes de su muerte le dio tiempo a corregir Escritos Corsarios, libro que recogía los ensayos que publicó entre 1973 y 1975. El último de ellos es “el fascismo de los antifascistas”. Existe versión separada de este (Pasolini, PP. El fascismo de los antifascistas. 2021. Galaxia Gutemberg). Pasolini, escribe: “Cuando una causa se siente moralmente superior, puede caer en la misma lógica que pretende combatir… la democracia exige reglas, límites, humildad”.
En estos momentos, lo antisistema, una vez pasada la izquierda populista y el contagiado sanchismo por el poder, con prácticas que se han percibido por algunos sectores jóvenes como asfixiantes, tiene sentido releer a Pasolini. Cuando una propuesta se transforma en una guía moral o prescriptora, lo que queda no es libertad, sino obediencia, sugería.
Lo que se ha llamado cultura woke ha hecho suya la imposición, la cancelación, la simplificación del adversario o el dogmatismo. La reciente costumbre de prescribir palabras correctas o la imperiosa necesidad de privar a los niños de la Navidad sustituyéndola por “equinoccios” o “descansos” es una anécdota expresiva de un movimiento de fondo: la supresión de la conversación. No se trata de izquierda o derecha, sino de la decisión de quién merece ser escuchado y quién silenciado.
Los programas de la televisión pública son el mejor ejemplo de esta cultura de la cancelación, pero su fuente no es otra que la contaminación populista (me da igual el extremo que ustedes elijan) de la política y la comunicación española. Pasolini no llama a cambiar a un populismo por otro, no se trata de elegir entre el sanchismo o la radicalidad de Abascal: se trata de entender que el poder puede cambiar de trajes, pero no de método.
No me extenderé mucho sobre el discurso de legitimidad de la violencia que puede observarse en los dos campos del espectro radical. Es normal que en el terreno abertzale se vea como legítimo apalear a un periodista o a cualquiera, es propio de “pacifistas” de toda la vida (ésa también ha sido una gracia vacacional). Lo que resulta más sorprendente es ver a una gritona de la televisión pública defendiendo el derecho a la violencia, a un conductor de programa de los de a un fascal la hora diciendo que “se puede debatir” sobre el derecho a la violencia, del mismo modo que los prescriptores del odio que se manifiestan en Ferraz.
Abascal y sus huestes están cancelando a la candidata extremeña del PP, por ejemplo, arrojándola al espacio socialista. Los sanchistas y populistas la están arrojando al ámbito de los fascistas. La simplificación política impide la conversación y la reflexión política del ciudadano, además de generar el suficiente ruido como para ocultar las notables vergüenzas que nos ocupan.
Que la política socialdemócrata o conservadora sea patrimonio de boomers es coherente con este análisis. Los jóvenes pequeñoburgueses, vistas las dificultades de ascender por la escalera social, defienden, a derecha e izquierda, modales autoritarios dignos de mejor causa. Ello nos conduce a dos problemas: entender la capacidad de contaminación de estos populismos y el problema de ignorar a la clase media y, sobre todo, a sus vástagos.



