Tras 32 años de haber padecido en persona el régimen de Franco, creí que por fin podría olvidarme de él. Pero no es así. Hasta en el debate electoral en el que se hablaba del futuro, allí estaba él, en la boca y en el recuerdo de esa izquierda recurrente de siempre, con nostalgia de una victoria que jamás obtuvo sobre el franquismo.
En mi ingenuidad, pensaba que a estas alturas de la película Franco sólo figuraría en los libros de Historia, como Hitler, Lenin o Fernando VII, personajes para mí a cuál más aborrecible. Pero no. Apenas hay trazas de él en los escritos, debido a esa oscura Ley de la Memoria Histórica que oculta casi todo lo que ocurrió, pero en cambio en la tele, en la radio y en las redes sociales se está hablando todo el día de él. Al parecer, como El Cid, el hombre debía seguir ganando batallas después de muerto, por lo que han debido cambiar hasta la localización de sus restos para que no sea así.
Todo esto a mí me parecería grotesco si no me trajese dolorosos recuerdos del pasado. Pero, para mi sorpresa, incluso, me he encontrado con otros viejos que estuvieron presos durante el franquismo y que, si no fuese paradójico, diría que hasta echan de menos al dictador ante lo que consideran un completo desbarajuste de hoy día.
— Si de algo me arrepiento —llega a decirme uno de ellos—, es de haber luchado contra el régimen franquista para acabar viendo lo que ahora veo.
No comparto en absoluto su arrepentimiento retrospectivo, porque bien hicimos los cuatro que luchamos contra la dictadura frente a los miles que ahora se arrogan falsamente ese mérito. Pero lo más inicuo de todo es que, con su fantasioso antifranquismo de boquilla, lo que están logrando, sin darse cuenta, es mantener vivo al dictador y hacerlo bueno al practicar ahora la censura ideológica, tal como él hacía.