El 20 de noviembre de 1975 es una fecha grabada a fuego en la memoria colectiva de todos los españoles -nacidos o por nacer aún-, marcando oficialmente el fin de la dictadura del general Francisco Franco, alias Caudillo de España por la gracia de Dios. Para millones de españoles, el anuncio de su muerte fue recibido con una mezcla compleja de alivio, de incertidumbre, de miedo y, en muchos casos, por una cautelosa celebración.
La muerte del Caudillo no se festejó, al menos en un primer instante, con grandes manifestaciones de júbilo. El aparato represivo del régimen –la Policía Armada, o como los llamábamos nosotros, los grises– seguía intacto y el futuro político, económico y social del país pendía de un hilo. En este contexto, mi testimonio personal nos sitúa en un ambiente modesto y representativo de la realidad de la juventud de aquella época: una tasca barata en un barrio obrero de Madrid.
En la España de mediados de los setenta, la escasez de recursos era una realidad para gran parte del estudiantado. Aquella mañana, al conocer tamaña noticia, llamé a mi gran amigo Carlos y quedamos para pasear por nuestro querido barrio obrero y observar de primera mano lo que esperábamos que fueran muestras de alborozo y alegría. Pero las calles estaban casi desiertas, más allá de una ligera neblina y de un frio casi invernal, aunque con luciente sol. Nuestra celebración iba a quedar, pues, un tanto deslucida: se limitó a lo asequible, un par de cañas de cerveza compartidas con un buen amigo. Fue el nuestro un brindis contenido, casi clandestino, por la apertura de un horizonte que, hasta hacía apenas unas horas, parecía perpetuamente cerrado. La cerveza fría en el vaso, sin apenas murmullo en un bar extraña y prematuramente vaciado –en realidad, sólo estábamos mi amigo, un tembloroso tabernero y yo- y el acompañante cómplice se convertían en el único santuario para expresar una alegría que la prudencia obligaba a disimular a millones de españoles.
Esta imagen, la de la celebración humilde y económica, es un reflejo fidedigno de cómo se articuló en Madrid el primer día de la nueva era para la gente corriente: no en la Puerta del Sol, ni en Cibeles o Neptuno, sino en los rincones discretos de la vida cotidiana.
Porque lo realmente cierto es que el rigor de la dictadura no murió con Franco. Los símbolos del control seguían operativos, y su presencia se manifestaba de manera abrupta e intimidante: la aparición de la Policía Armada, los temidos grises que aquella fría mañana del 20 de noviembre habían brotado como setas en las calles, aparecieron en el umbral de la tasca en la que estábamos riendo y brindando. Luego, muchos años después, comprendí que no se debía brindar por la muerte de nadie, ni aunque fuera un dictador o un corrupto como los que hay ahora. Pero entonces era muy joven, tenía el alma encendida, y sabía, por el simple estudio de la anatomía humana, que tenía la sangre roja y el corazón a la izquierda.
Sin embargo, en aquel momento, ese encuentro no tan fortuito con los grises era la evidencia más palpable de la tensión política que se respiraba en una España completamente tensionada. Los grises, símbolos vivos del poder franquista, no tardaron en solicitarnos la documentación sin ningún miramiento. Su pregunta fue directa y punzante: “¿Están celebrando la muerte del Caudillo?”.
La celebración, hasta entonces íntima y personal, se convirtió instantáneamente en terror, en una potencial causa de detención. En este punto, el relato adquiere un tono dramático y riguroso. La dictadura castigaba con extrema dureza cualquier atisbo de disidencia u hostilidad al régimen, especialmente en sus últimos estertores. Ser acusado de injurias al Jefe del Estado o de desorden público por festejar su muerte no era un asunto menor; las penas podían ser muy severas.
Nuestra reacción fue la que imponía la supervivencia: la negación inmediata y la invención de una coartada. La celebración de un “cumpleaños un poco atrasado” fue el subterfugio improvisado para sortear la detención. Una mentira un tanto estúpida, porque los guardias tenían en su mano nuestros carnés de identidad en los que figuraba la fecha de nacimiento: 18 de septiembre, en mi caso, y 20 de septiembre, en el de mi amigo. Por eso recalcamos lo de “cumpleaños un poco atrasado”. Este recurso a la mentira forzada, al disimulo en el espacio público, no es anecdótico; es la quintaesencia de la vida bajo un régimen autoritario, donde la libertad de expresión es inexistente y la verdad debe ser sacrificada por la seguridad personal. Puede que Franco hubiera muerto, pero el régimen seguía muy vivo.
El miedo que sentimos —un miedo profundo, visceral y paralizante, lo confieso— es el factor psicológico clave de este testimonio. Es el miedo que garantizaba el orden franquista, el que silenciaba la disidencia y el que recordaba, incluso en el día de su muerte, que el poder no se había desvanecido de la noche a la mañana. Los grises estuvieron a punto de detenernos, una frase, ocho sílabas, que resume el estrecho margen que existía entre la libertad y la cárcel. Al final, la pareja de guardias se miró, nos miraron y se volvieron a mirar, y decidieron que no valía la pena destrozar la vida de dos jóvenes por unas cañas de cerveza.
Este relato del 20 de noviembre de 1975 no es un ejemplo de heroísmo épico, sino de resistencia cotidiana. La celebración con una cerveza barata no fue un acto político abierto, sino la expresión privada de una esperanza. El encuentro con los grises y el miedo que generó subraya una verdad fundamental de la Transición: la libertad no se ganó en un solo día, sino que se fue conquistando palmo a palmo y en voz baja, con mucha sangre aún por correr y siempre bajo la atenta y amenazante mirada de los guardianes del antiguo régimen.
El 20-N fue el fin de un hombre, pero el miedo tardó mucho más en morir. Nuestra historia en la tasca barata es, en sí misma, el relato de una España que solo empezaba a despertar de una larga noche, cautelosa, temblorosa, pero ya irremediablemente nueva. O eso creíamos nosotros, pobres y equivocados ilusos, hasta que llegó Pedro Sánchez, nuestro gran libertador, que nos ha abierto los ojos y nos ha venido a salvar de un régimen realmente oprobioso: la Constitución Española de 1978. Alabado sea Sánchez y alabado sea el Señor.



