Las autonomías españolas son más autónomas después del coronavirus que antes de él. No en la teoría constitucional, claro, pero sí en la práctica. Me explicaré.
Pese a la omnipresencia de Pedro Sánchez en los medios de comunicación y los sucesivos estados de alarma, dada su necesidad de aparente consenso en su toma de decisiones, ha conferido un enorme protagonismo a las comunidades autónomas y hasta las ha dotado de responsabilidades de gestión de las últimas fases de la pandemia. La percepción para cualquier observador exterior es que de éste es un Estado, al menos, federal.
Las Comunidades autónomas, por su parte, y como es lógico, han aprovechado esta renovada y constante presencia no sólo para hacerse oír, que sería lo correcto, sino para hablar en las conferencias telemáticas como si ellos fuesen los exclusivos representantes de los ciudadanos de cada territorio. Es decir, hablar omnicomprensivamente de “nosotros los extremeños, los andaluces, los cántabros”…, como si el Gobierno central sólo fuese un interlocutor foráneo y a veces antagónico con sus intereses.
Esa imagen de cuarteada equidistancia se potencia en las posteriores intervenciones domésticas de cada líder autonómico con su clientela territorial. En aquellas comunidades donde existen dos idiomas oficiales, los presidentes autonómicos las hacen exclusivamente en la lengua vernácula, como si el castellano fuese solamente un idioma para hablar por deferencia con su interlocutor español. Y en aquellos casos en que sólo hay una lengua, se enfatizan las diferencias al hablar con su propia clientela respeto al Gobierno “de Madrid”.
En estas circunstancias, y sin necesidad de echar la culpa de ello al COVID-19, no nos extrañemos de lo difícil que resulta convencernos a nosotros mismos que estamos en un país llamado España y no en una serie de entidades políticas que discuten los asuntos de su exclusivo interés con un Gobierno ajeno, aunque próximo geográficamente, y muchas veces incompatible con ellas.