El fuego, el dragón azul, el fin del viaje y la vuelta a la aldea

Lo ha dicho la prensa, argumento de peso, constatado por las autoridades. O sea, es cierto: se ha detectado en los últimos días varios ejemplares de dragón azul. ¿Hermoso, exótico? En absoluto. Se trata de un molusco marino, venenoso, de pequeño tamaño, cuya picadura es muy dolorosa. El dragón azul, cuyo nombre científico es “Glaucus atlanticus” (pez azulado del atlántico), es una babosa marina que suele encontrarse flotando mar adentro, en aguas tropicales o templadas, lejos de la costa. Han leído bien: he dicho tropicales.

Ya en mis correrías de agosto les advertí que, en la costa mediterránea, la temperatura media anual del agua del mar se ha incrementado. El Mediterráneo se calienta un 20% más rápido que el promedio global de mares y océanos, con un aumento de 0,4 grados por década desde 1980.

El aumento de la temperatura provoca la pérdida de especies autóctonas y la proliferación de especies invasoras, alterando la biodiversidad marina. Las sardinas están migrando a mares más fríos; en el caso de las tellinas, más de una tercera parte se pescan muertas. Pescados tradicionales en el tapeo de chiringuito, mariscos viejunos como las navajas, algunas cañadillas o cosas por el estilo parecen estar faltando. Sus precios, más allá de la codicia hostelera, se hacen inviables igual que su calidad.

Si la riqueza del Mediterráneo va desapareciendo, con ella irán faltando los turistas. Precios inviables en el restaurante y en la vivienda son solo el principio. Si a eso le añaden la picadura envenenada del “dragón azul”, otros bichos que vendrán, el turismo no será tentado por nuestras costas.

En el otro lado de España, el fuego arrasaba zonas enteras del turismo que mejoraba en calidad, presencia y reputación. Pero de esto ya les he hablado aquí.

La cuestión, empero, va más allá y convendría reflexionar sobre el asunto. Ya sugerí que llevábamos camino de acabar con los huevos de oro (y con su gallina también), ¿pero, y si se acaba el viaje ocioso?

Me hago, y seguro que no soy el único, esta pregunta en el momento en que el turismo mundial ha recuperado las cifras de prepandemia. Así que puede sorprenderles. En la pandemia también escribí que se iniciaba una era de regreso a la aldea, rechazo al extranjero y final de los viajes de capricho. ¿Es una alarma excesiva?

El hecho objetivo es que a medida que la contaminación de carbono aviva las olas de calor, anima los incendios forestales y arruina las cosechas y los productos marinos, el coste de los viajes al extranjero se disparará y menos personas podrán permitírselo.

Pueden ustedes dudar sobre las políticas y las agendas que se aplican, pero no hay argumento posible contra la realidad del cambio climático. Al igual que la inmigración climática es una perspectiva evidente y predecible, se acumulan los datos contra los viajes de ocio y turismo. Los alentadores de la “turismofobia” tienen un cómplice en el cambio climático y un resultado que satisface a los especialistas: el turismo de ricos. Villas cerradas, terrazas vacías.

No es por aguarles sus planes para el año que viene. El calor está derritiendo la nieve que mantiene vivas las estaciones de esquí alpinas. La erosión costera está vaciando de arena las playas en el sur de Europa. Las sequías están obligando a los hoteles españoles a traer agua dulce, mientras que los incendios forestales están quemando el sur de nuestro continente.

Estos simples datos sugieren un evidente efecto económico. Es más que probable que las agencias de viajes habrán de trasladarlo a los clientes y que se verá agravado por el aumento del coste de los alimentos, la creciente necesidad de seguros contra fenómenos meteorológicos extremos y, probablemente, la vivienda.

Los turistas podrían sufrir, incluso si somos capaces de controlar el clima. Disminuir la contaminación por carbono supone, no se engañen, encarecer el precio de los vuelos. Es relevante: para que se hagan una idea, el 84% de los turistas españoles llegan por avión (y se van en avión). Por cierto, el coste de los vuelos en el puente del 15 de agosto ha sido inaudito.

La huella de carbono del turismo se sitúa en un 8%. De lo que se deduce, dado quienes viajan en avión, que un 1% de la población mundial es responsable de la mitad de la emisión aérea.

Frente a ello, un argumento se ha repetido mucho a lo largo de estos meses de verano. Es más barato ir al caribe que quedarse en una playa española. Tomemos nota de que eso, también, está en riesgo. Los prescriptores ambientalistas enfatizan que la gente “común” de los países ricos pueden seguir viajando a lugares remotos y producen una demografía contaminante. ¿Se acabarán los años sabáticos, la búsqueda de experiencias y las recomendaciones de estilo de vida aspiracional de los “influencers”?

¿Qué haremos sin los bárbaros extranjeros? ¿Qué haremos sin empaparnos de otras culturas, con el viaje o con la recepción de visitantes? ¿Serán nuestras zonas turísticas simplemente villas donde se refugien, como en Ibiza o Mallorca, ricos, oligarcas o futbolistas adinerados?

Vale, ustedes creen que exagero. Les aseguro que todas las cifras ofrecidas y todas las perspectivas enunciadas se sostienen en análisis sesudos de notables expertos. Ya saben que el cronista es especialista en saberes inútiles. Solo una reflexión del sector no basada en el precio puede resolver el problema. Aunque hay cosas irreversibles.

En caso contrario, no solo seremos menos cultos, viviremos en una aldea y, en su ausencia, conoceremos menos a los extranjeros y, por lo tanto, odiaremos más. Sí; tengo un día pesimista.

 

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