Ensayo de golpe de Estado: repasando a Lenin

Nada de lo que acontece lo es por casualidad. Todo está interrelacionado, de tal manera que tanto en la naturaleza como en las relaciones humanas es aplicable la tercera ley de Newton, la que contiene el principio de la acción y reacción: con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria. Vaya eso por delante para significar que todos los acontecimientos que ocurren en nuestro horizonte de sucesos están debidamente interconectados. En su caso, hasta un golpe de Estado.

La física y la sociología están relacionadas, y lo mismo sucede con la psicología, la filosofía y el conjunto de las ciencias sociales, pasando, desde luego, por la política y naturalmente por la economía. Al examinar la historia de la humanidad, al estudiar los episodios que han acontecido en la sociedad observamos la naturaleza lineal de los acontecimientos que dieron lugar al hecho analizado. En otras palabras: nada ocurre porque sí y todo está debidamente encadenado. Y eso vale incluso, por ejemplo, a la hora de concebir y aplicar un golpe de Estado, ya sea a lo leninista, a lo hitleriano, a lo mussoliniano, a lo franquista, a lo castrista o a lo bolivariano.

Algunos de nuestros políticos creen que los cambios profundos en la historia de las sociedades se han producido aprovechando momentos especialmente catastróficos de la humanidad. Y llevan razón. Por ejemplo, la Revolución Francesa, que se produjo cuando todo un país pasaba literalmente hambre en una situación extrema. Los agit-prop de la época supieron aprovechar tan excelentemente bien el escenario social como para agitar a las masas y hacerles perder la cabeza a Luis XVI y a María Antonieta. Esos mismos agentes activos de la agit-prop fueron los que propagaron una frase que nunca fue pronunciada por los labios de la decapitada reina, pero que sirvió para encolerizar a las turbas: “S’ils n’ont pas de pain, qu’ils mangent de la brioche” (“Si no tienen pan, que coman pasteles”).

Es el ejemplo de cómo una mentira, conveniente traída en las redes sociales de la época –en este caso, el boca a boca- sirve para hacer una revolución. Ahí se asentaron plenamente los principios de la agit-prop que algo más de un siglo después definiría con más exactitud el maestro de la agitación Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, a cuya lectura invito. O si la obra les parece demasiado inmensa y pesada, léanse al menos el opúsculo “¿Qué hacer?”. Les resultará muy interesante.

Al igual que el gran filósofo alemán Hegel, Lenin creía que toda la dirección de una comunidad -englobando su multitud de asociaciones- tiene que concentrarse en un lugar, el estado o el partido, cuya regulación y dirección son prácticamente sinónimos de dictadura. Vaya ahí la primera idea. Lenin nunca pretendió contar con un partido popular que obtuviera sus fines mediante el apoyo de las masas en las urnas. Y todo tiene su explicación.

En 1850, Marx, el ídolo de Lenin, había creado el grito de la “Revolución permanente”, un concepto que otro marxista como Trotsky adoptó y desarrolló en 1906 y que fundó en lo sustancial la política que siguió Lenin en 1917, en relación con la revolución burguesa en Rusia. El concepto básico no era otro más que éste: un partido socialista –entonces socialista significaba comunista y no era, desde luego, la socialdemocracia que hemos vivido a lo largo del siglo XX- debe cooperar con los revolucionarios de clase media hasta que triunfe la revolución; entonces debe volverse contra sus aliados. ¿Les suena? Digámoslo de otra manera: si Pablo Iglesias es estalinista, debe cooperar con Pedro Sánchez –un burgués socialdemócrata, aunque radicalizado- hasta que en un momento social propicio pueda triunfar la revolución –en este caso, imitando a la bolivariana-, momento en el que Pablo le corta la cabeza a Pedro, por seguir con la analogía.

A Pablo (Iglesias) se le ha oído decir algo parecido a que la revolución es un imperativo moral, lo mismo que era para Lenin, y que la filosofía es una guía para la acción -como también lo era para Marx-. Así que lo cierto es que Pablo no ha inventado nada; ya lo hizo Lenin, quien combinó la más rígida ortodoxia marxista en la doctrina con una gran flexibilidad en la práctica. Lo mismo que ahora practica la podemía con respecto a unos sobrepasados socialdemócratas que dirigen el Partido Socialista y el gobierno de España.

Existen, desde luego, algunas diferencias entre el leninismo y el pablismo, pero nunca son de fondo, sino parte de la estrategia a medio o largo plazo para llegar al poder absoluto. Por ejemplo, los bolcheviques de Lenin consideraban que el centro del movimiento debía ser la conspiración clandestina y las actividades extralegales de esa clandestinidad. Un principio que aplica el pablismo a la perfección: por fuera, parece que Podemos sigue las reglas del juego político, pero, por dentro, el núcleo del partido está constituido por un grupo de revolucionarios profesionales dedicados a la revolución (sic), disciplinados y organizados, reducido, cuasi secreto y actuando como la vanguardia en los sindicatos, entre los trabajadores y entre los vecinos de un barrio (el origen de las caceroladas podemitas, con ‘cacerolistas’ profesionales animando el ambiente), lo cual constituye un paso más. Aunque pueda parecer que a veces surgen voces discordantes dentro de la formación podemita –algo así como ‘radicales libres’-, hay que saber que todo está controlado y concertado.

Iglesias sí ha leído a Lenin, y ha aprovechado sin duda sus lecciones: ha creado lo que soñó Lenin para el partido comunista ruso; es decir, una élite inteligente e instruida, un grupo desprovisto de fuerza por sí mismo como partido, pero capaz de una fuerza infinita si puede encaminar el enorme impulso del descontento social y la acción de las masas. La fuerza en los dirigentes de Podemos se vio cuando consiguieron hacerse valer ante el descontento social, masivo, del 15-M. Así, pues, que Podemos pierda fuerza electoral en cada nuevos comicios es irrelevante si, por el contrario, conserva la fuerza social en la calle.

Por eso, Iglesias se ha preocupado mucho en parecerse al partido bolchevique soñado por Lenin, incluyendo las purgas internas para eliminar a los elementos ‘indeseables’: una élite cuidadosamente seleccionada y rígidamente disciplinada –de ahí la eliminación de Errejón, Bescansa y muchos otros-.

En realidad, pese a sus éxitos electorales iniciales, que le hicieron creer que llegaría al poder a través de las urnas, Podemos nunca fue planeado por Iglesias y su segunda pareja política, Irene Montero, para convertirse en organización de masas para ejercer su influencia a través del convencimiento y la atracción de votantes. El partido pretendía poseer una superioridad intelectual y moral; intelectual porque está compuesto por adeptos a las teorías de la ciencia única del partido, y moral porque sus miembros se dedican a la realización del destino de la clase social que pretende representar, que es también el destino de la sociedad y de la especie humana. El ideal es de dedicación absoluta, primero a la revolución y, después, a la construcción de la nueva sociedad cuyo camino fuera abierto por la revolución. Ni más ni menos.

Por eso no sorprende que Iglesias siga a rajatabla la idea de organización establecida por Lenin: el actual Podemos está planeado como una organización rígidamente centralizada, aunque parezca federal. Tiene una organización casi militar, sometiéndose sus filas a una estricta disciplina y reglas de obediencia y sus dirigentes a una cadena jerárquica de autoridad de la cima a la base. Permite la libertad de discusión entre sus miembros acerca de las cuestiones políticas aún no decididas por el partido, pero, una vez tomada la decisión, debe ser aceptada y seguida sin discusión. Es lo que Lenin llamó “centralismo democrático”, el gran ‘redescubrimiento’ de Iglesias. A Stalin, sucesor de Lenin, le vino muy bien el concepto, pero a Carrillo le vino muy mal. ¿Qué tal le saldrá a Iglesias? ¿Conseguirá cerrar la ecuación leninista y consumar un golpe de estado bolivariano? ¿Es el COVID-19 el virus que infectará nuestro sistema político? La respuesta, otro día.

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