La izquierda se desvanece, Italia no es fascista

La izquierda se desvanece, pero los pueblos no son fascistas. La suma de las tres listas de izquierda en Italia, por ejemplo, hubiera dado mayoría sobre el centro derecha -en votos y escaños-. Otra cosa es que esa coalición sea imposible. Por cierto, si quieren saber de las cuitas de la izquierda italiana lean esto de Il Mulino escrito por Anna Bosco y Francesco Ramella.

Y en esa imposibilidad radica el creciente desvanecimiento de la izquierda en Europa, nos odiamos con mucha elegancia italiana: la ruptura de los partidos de masas que conocimos en el siglo XX (democratacristianos, socialdemócratas y PCI -el resto de los partidos comunistas fueron residuales) abrió paso a populismos de todo tipo.

La incapacidad de la socialdemocracia para tener una voz propia en la crisis financiera, a finales de la primera década de los dos mil, abrió paso a debates de francotiradores y frentismos, las élites o nosotros, donde la izquierda no supo manejarse.

Se pasa de izquierda caviar a izquierda caníbal en las crisis financieras: La historia de las crisis financieras, distintas a las económicas porque deterioran los activos de las clases medias e impiden el progreso de sus vástagos por una generación, muestra que la extrema derecha siempre aparece, por mucho que se debilita progresivamente, y lo hace con más peso que la extrema izquierda, aunque su mensaje contamina la escena política por más tiempo.

No es buena noticia ni para conservadores ni para liberales ni para la izquierda; en la política de la ira solo medran los airados. Así que la izquierda que empezó a creerse de verdad verdadera, empezó a odiar a la socialdemocracia, al centrismo y a todo el que pasara por allí.

El autobús que organizó Varoufakis contaminó la agenda política hasta hacerla irreconocible, cargándose a los partidos socialdemócratas y laboristas en Inglaterra, Francia, España e Italia. Que Pedro Sánchez resista no lo es por socialdemócrata sino por populista. Que lo hagan en Portugal es por la disolución práctica del viejo Partido Comunista y sus aliados, que a punto estuvieron de destrozarle las últimas elecciones al presidente.

No hay izquierda en Francia, en Alemania se sostiene en el diktak de los liberales; en Suecia los paradigmas del paraíso nórdico han estallado, hace tiempo que no tenemos noticias de los laboristas ingleses, que ni siquiera saben si aprovecharán la oportunidad que les dejó el camarada Boris y en Italia llega Meloni.

¿Pueblos fascistas? ¿Ola conservadora? ¿Y si el problema, camaradas, fuera la izquierda?

La más aplaudida explicación a lo ocurrido en Italia, al parecer según visitas del Twittter, es la del afamado politólogo Gabriel Rufián: asegura el áureo líder que son las manipulaciones de los mensajes sobre okupas, LGTBI, ministras podemitas y ocultación mediática casi criminal de la noble y notable política del gobierno  la causa del progreso de la extrema derecha.

En la política de la ira no hay paz para los malvados fascistas que son todos menos la izquierda de verdad verdadera.

Por si no han caído en la cuenta, lo que está sugiriendo La Moncloa y sus aliados es que Meloni no es Abascal o Macarena Olona, sino Feijóo. Otro alarde dialéctico que sólo puede conducirnos a disgustos electorales.

No es nuevo que la izquierda se ausente a golpe de griterío, ruido y conflicto, sin posibilidad de mediaciones, consensos, dando carpetazo a todo lo que alguna vez fue sólido, pergeñando alianzas que hieren a la mayoría, amarrando el poder como toda estrategia y, sobre todo, aparcando cualquier agenda social que incluya a las clases medias radicalizadas por su creciente empobrecimiento. Éramos pocos y llegó la inflación

Es más que evidente que la reconstrucción de la izquierda europea, en tiempos de la política de la ira y el populismo, sólo es posible sobre las bases socialdemócratas que hicieron posible el estado del bienestar.

Por cierto, la simple repetición no es posible: ni industrias altamente contaminantes, ni baja población activa femenina ni crecimiento de población (garantía de pensiones e impuestos) son hoy posibles.

Cierto tipo de austeridad será necesaria (Berlinguer llegó a sugerir la idea a finales de los setenta), la atención a los problemas que generan conflictos en el seno de las múltiples izquierdas (seguridad, inmigración), el reencuentro con cierta idea del trabajo que releve la idea del subsidio permanente, las renuncias a empleos o las vacantes en profesiones enteras, la universalización de derechos acompañadas del respeto a las “viejas” culturas sociales y, sobre todo, la desaparición del odio y la ira como política serían un buen principio.

Se lo escribí aquí en 2018 “Mientras buscamos fascistas y resistimos, mientras ensayamos el ‘no pasarán’ (o el Bella Ciao, por un poner) para acompañar a Susana Díaz, quizá conviniera reconstruir, en primer lugar, las bases de izquierda que hicieron posible el estado del bienestar, incluyendo pactos sociales y de clase bastante notables”. Visto lo visto, las izquierdas también necesitarían menos odio y más compatibilidad.

Ayudaría elegir debates que no fueran lesivos para las mayorías sociales: la idea de España, las presiones fiscales y esas bagatelas que tanto molestan a Rufián acaban teniendo tanto valor electoral como el respeto a los okupas, créanme.

 

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