La taberna es nuestra (1)

Las calles son nuestras, pero, al parecer, hay competencia de todo tipo. La taberna la reclamamos los tabernarios. Es el castillo de los observadores. Ha pasado el viernes, son días de análisis poco sesudos, pero transcendentes, no se crean. Ha pasado el “Friday” más largo del año, dura casi dos meses. No es solo el “Friday” negro y eterno, es en realidad el último viernes del año, yo nunca les mentiría ni cambiaría de opinión sobre el asunto, esos son los del Gobierno.

A partir de hoy, ustedes ocuparán las calles. Un día será la cena de la empresa, otros serán las compritas, la cena de los amigotes, las luces y los niños, más compritas, quizá una concentración en los juzgados, es lo que se lleva ahora, algún tardeo… Disfruten, los que vamos a ser expulsados de las calles les saludamos y les deseamos lo mejor; por un poner, que se encuentren ustedes con las mesnadas de la vicepresidenta del Gobierno a quien pertenece la calle, dice.

No crean que han vencido: hay un lugar de resistencia, donde nos refugiamos los observadores, que tomamos nota de su raro comportamiento asociado a interminables fiestas. De aquí al 7 de enero, cuando ustedes agotados se arrastren a subir la cuesta, con un IPC modosito que nos va a quedar, ustedes a lo suyo: consuman, consuman, que el señor que ha puesto el Gobierno a sumar el PIB, como si fuera Trump, les necesita, para apañar sus cifras.

Como fue viernes, a la una de la tarde, el cronista compró pan y otras viandas, quedó una hora libre para ser disfrutada por cualquier ser humano, tiempo de taberna. Momento de concedernos, se lo recomiendo, una hora de eternidad, una franja de tiempo suspendido que significa libertad. “La libertad es la posibilidad de aislarse”, decía Pessoa.

¿Por qué tener una taberna favorita y no deambular por distintas escenas que nos cuenten distintas historias? Verán, uno no abandona a su psiquiatra, salvo que sea ella y hayas caído enamorado. O si es él y empieza a hacer preguntas raras sobre tu madre.

Mi tabernero es él y no hace preguntas sobre mi madre. Solo escucha y se pronuncia como la esfinge, con oráculos no siempre inteligibles, pero que te permiten dedicar esa hora a la reflexión.

Además del tabernero que hace “coaching” deben buscarse condiciones adecuadas. Huyan de emprendedores emergentes dando instrucciones por teléfono, de los italianos recordando la juerga tras el partido de Champions, de las señoras venezolanas desempaquetando compras y de las mamas saludables, empeñadas en ofrecer compota de kiwi a criaturas que piden a gritos chocolate. Huyan de poetas que declaman en su mesa y, por supuesto, de la tuna.

Su taberna favorita debe estar en lugar recoleto, pero alejada de las rutas comerciales, turísticas y de colegios andantes, que eligen estas fechas para enseñar la ciudad, es una forma de que los maestros trabajen aún menos.

Hacerse con el entorno es necesario. Recuerde, buscamos una atalaya desde la que observar el mundo, donde atesorar geniales ideas que apuntaremos en una libretita que siempre acompaña a un buen tabernario.

Hay cuatro formas de disfrutar de una taberna. La primera, naturalmente, es ejercer de tabernario colectivo, indiscreto. Pero eso, además de ser muy de gente Z de esa, se usa poco últimamente, todos pensamos lo mismo del Gobierno; así no hay conversación posible. En consecuencia, los Z no conversan, solo gritan y odian, especialmente a los jubilados. Puede ser un encuentro íntimo, aunque hay lugares recatados más recomendables. Puedes reflexionar, siempre brevemente, con el tabernero, la conversación con el tabernero requiere consejos especiales que les daré otro día. Pero sobre todo, puede ser un momento de reflexión.

Debe usted ser generoso con la propina, eso le permitirá reservar su mesa hasta la llegada del apocalipsis. Con cierto silencio, que permita recado de escribir junto al vino, un vino de calidad o la bebida que usted guste, salvo esas cosas sin alcohol que venden por ahí. El fin del mundo debe encontrarle con cierta elegancia.

No debiera acodarse en la barra del bar cual adefesio, en plan bebedor de absenta pintado por Picasso. Nuestra mesa y los renglones que, a veces, garabatearemos son una atalaya propicia para la observación, al mismo tiempo que de introspección. Pueden ponerse en plan Antonio Machado, “el que habla solo, espera hablar con Dios un día”, pero no se pase, el vino requiere un respeto laico.

Una vez elegida la mesa adecuada, puede ocurrir que su tabernero favorito, Dios lo guarde, haya decidido delegar la gestión del espacio a señores o señoras que llamamos camareros. Ése es el momento en que usted descubre su invisibilidad. Compite usted con otros que han tenido la misma ocurrencia que usted y con esa habilidad del gremio para otear el horizonte sin observar al sediento.

Momento en que debe ensayar sus más elegantes movimientos y gestos, sin recurrir a palabras prohibidas como muchacho, camarero (en masculino o femenino, según género aparente, no tiene aún confianza para preguntarle si se autodetermina en otro modo) son palabras prohibidas, elitistas, incuso xenófobas si el expendedor de la libación no ha tenido la fortuna de nacer en nuestra patria. Eso sí, no permita que le llamen henmano ni cariño, una compostura, una viejuna costumbre de respeto.

La taberna es la torre y el castillo del que defenderse de la ocupación urbana que se nos viene. Huyamos con elegancia del ruido, las avalanchas, el desaforado comercio. No hay libertad sin silencio. Ustedes y yo lo sabemos, el vermú es como el ángelus de cualquier creyente.

Fue viernes. Fui, como de costumbre, a tomarme un vino a su salud y a renovar la reserva de mi mesa hasta la llegada del apocalipsis. Le he preguntado, por cierto, al tabernero por Koldo. Solo por molestarlo. El ascenso social de un portero de discoteca, por connivencia con el poder, suele molestar a los taberneros. He percibido cierta sonrisa de venganza. En fin, vayan, vayan a comprar y gastar. Nosotros, los tabernarios, les guardaremos el sentido común.

 

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