Leyes, multas, Estado, proporcionalidad (II)

En la lógica del Estado todopoderoso y el ciudadano indefenso, que convierte en papel mojado todos los derechos civiles consagrados en las normas nacionales e internacionales, un funcionario policial (policía, guardia civil, ertzaina, mozo o local) puede pararte en la calle por su capricho para identificarte, cachearte, y si llevas un trozo de hachís para consumo propio, proponerte una multa. La sanción mínima va de 601 a 10.400 euros, la media, de 10.401 a 20.200 y en grado máximo, de 20.201 a 30.000 euros.

La ley “Mordaza” de 2015 del ministro Fernández Díaz, aprobada con apoyo de los sindicatos policiales, amplía el desprecio existente a los derechos ciudadanos desde la ley “Corcuera” de 1992. Ambas leyes subordinan los derechos civiles al principio de autoridad policial sin necesidad de que exista una circunstancia racional y objetiva que permita hacerlo, exigencia que consideran necesaria los tribunales Constitucional y Supremo que nunca se ha respetado. La situación de los últimos 30 años, la actual y previsiblemente la futura, es el paraíso de los malos policías.

Esta injerencia policial en la vida de cualquier persona sin razón para hacerlo, la identificación “por mis cojones” (u ovarios), “porque me da la gana” o “porque soy policía” es ilegal, aunque hay millones cada año que no llegan al juez y cuando llegan, las avalan. Al llegar a instancias judiciales ya no son identificaciones, sino denuncias por desacato o resistencia, ciertas algunas (si es un buen profesional) y falsas otras (si es malo), que de todo hay como en todas las profesiones.

La vulneración de derechos civiles es posible por la complicidad de políticos, mandos policiales, policías mal formados y por la abstención de la judicatura. Para que se active el principio de autoridad de un policía debe existir una razón, una causa que lo motive; lo contrario es como ir de uniforme al supermercado, al cine o al médico y no respetar los turnos de cola por el principio de autoridad.

Sólo ante una sospecha fundada de haberse cometido o de que pueda cometerse un delito, que debe razonarse después por escrito, un policía puede ejercer su carácter de agente de la autoridad exigiendo la identificación a una persona. Esto es así en democracias donde los ciudadanos están protegidos por normas, por políticos decentes y por policías formados para ejercer en democracia, sin que sus derechos estén al albur de la decisión de cualquier agente de la autoridad.

Aquí, el principio de autoridad per se es ejercido arbitrariamente sin justificación alguna y se impone a los derechos de la gente; un régimen democrático lo es porque sus ciudadanos tienen derechos que no pueden ser vulnerados por la policía si no incurren en una infracción o existe un dato objetivo y razonable para ello. Un régimen donde la ciudadanía está protegida del propio Estado y de los abusos de sus agentes.

Consumir hachís en el domicilio no es ilegal. La mayoría de jóvenes que son identificados, cacheados y propuestos para sanción no trafican con droga, la consumen; son víctimas de los mandos policiales que exigen “palotes”, estadística de intervenciones (cuantas más, mejor), o porque el policía actúa incurriendo en abuso de autoridad.

Sobra decir que cuando hay razones objetivas para intervenir y hay negativa a identificarse o resistencia se actúa conforme a protocolo, pero sin una sospecha racional motivada, en democracia un policía no puede identificar a nadie. Si se hace masivamente es porque en las academias de todas las policías les enseñan lo contrario. Les inculcan que son agentes de la autoridad en toda circunstancia y que todos los derechos de la ciudadanía quedan subordinados a su decisión. Ésa no es la formación policial adecuada en una democracia de ciudadanos con derechos, es para una sociedad de súbditos sin ellos.

Si hay millones de identificaciones cada año, muchas con cacheos, intervención de droga y propuestas de sanción, cabe suponer que sea porque llevar hachís para fumar un “porro” en casa sea peligroso para la sociedad; siendo así, los políticos podrían predicar con el ejemplo y establecer controles antidroga con perros o cacheos en los accesos al Congreso, Senado, Moncloa y otras instituciones. Las señorías que fumen hachís no tendrían problemas para pagar la sanción con sus salarios de élite privilegiada, muy superior al salario medio del país y de los jóvenes maltratados por prácticas abusivas que no mejoran la seguridad pública, sino al revés: molestan y perjudican a la ciudadanía.

Una patrulla que en su zona identifica a 15 personas inocentes, incauta droga a cuatro mientras se cometen ocho actos delictivos, según los parámetros de medición cumpliría sobradamente su tarea; son 15 “palotes” de actividad policial, inútil, pero es lo que se mide. En cambio, si no identifica a nadie, aunque los hechos delictivos hayan bajado de ocho a dos debido a que ha estado moviéndose por el territorio asignado, es un mal servicio. No ha producido estadísticas por las que miden al jefe y puede acceder a mejor destino o mayor cargo.

Mientras los policías están identificando e incautando hachís a mayor gloria de la estadística del mando y el político de turno se producen robos, agresiones, violaciones y crímenes que podrían reducirse si en vez intervenir para el postureo estadístico y la propaganda se actuara para la seguridad de la ciudadanía. Menos requisas estériles de drogas para consumo propio, menos sanciones brutales en su cuantía y más movilidad en patrullaje preventivo. Variar el objetivo estratégico actual de molestar y sancionar a ciudadanos decentes de espaldas a los delincuentes, como empleados de mandos y de estadísticas para políticos, por el de mejorar la seguridad protegiendo a los ciudadanos de las prácticas criminales.

 

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