Ópera para valientes

Es cuestión de clases. Bien podría ser una instagramer influencer con miles de seguidores que celebrarían con alborozo sus fotos y sus videos. O más a lo clásico, casi decimonónico, que es de lo que se trata, Violetta Valéry, derramaría glamour, como quien autoriza a percibir con sutileza la esencia de sus caros perfumes, por el papel couché de las revistas del corazón. Estarían muy alborozadas ellas por fotografiar los lujosos apartamentos de la señora o por glosar, exclusiva tras exclusiva y en grandes tiradas, las aventuras con su colección de amantes, ya sean financieros, nobles no arruinados o famosos titulares de prestigiosos premios internacionales.

Aunque hoy en día, para estar on fire, la cortesana de entonces deberá cosechar su propio título nobiliario y no contentarse con el de su amante ocasional. Igual da el origen y legitimidad del abolengo de la señora, que además y, sobre todo, necesita uno o varios masters en finanzas y debe saber moverse con destreza en paraísos fiscales, amén de seducir a un varón coronado.

Pero la peste de este siglo ha cambiado hasta las trazas de las aventureras de lujo. La heroína que este año 20 exhibe amoríos y desdichas sobre el escenario del Teatro Real está confinada como en una invisible burbuja hermética que le permite moverse y trasladarse en un pequeño espacio pero no escapar de ella y acercarse a los demás demasiado. Morirá de una patología anterior, como tantas de las víctimas del Covid 19, aunque llegado el fatal momento no estará sola. Pero los suyos solo podrán ser unos espectadores más aunque actúen y estén el escenario: no habrá besos, abrazos o manos amigas a las que asirse en su larga y musical agonía. Ni su amado y arrepentido Alfredo Germont, ni Giorgio, el suegro que nunca tuvo y que tanto mal la hizo, pueden tocarla o acariciarla. Tampoco su fiel Annina o el doctor Douphol, confinados como todos los que ocupan la escena en esa especie de burbujas separadoras e infranqueables.

Esta ópera, como esta vida, es la de los besos y abrazos robados. La música de Giuseppe Verdi y el libreto de Francesco María Piave afrontan, casi dos siglos después de ser creados, retos insospechados que exigen a los textos y a los compases más emoción con el melodrama porque se ha birlado al espectador lo más elocuente de la escena. Van a mandar como nunca en las representaciones operísticas la música y el canto y los intérpretes se verán exigidos a derrochar sus recursos más dramáticos para que vuelva la carne de gallina a los espectadores en los momentos cruciales. Algo que no está al alcance de todos. Los bravos y los aplausos son desde ya mucho más costosos. Aunque el público parece que de momento está por la labor y se manifiesta voluntarioso y cómplice aún allá donde no lo permitiría la ortodoxia.

A ese reto del arte con distanciamiento social ha respondido con gran valentía el Teatro Real, el único de los principales teatros de ópera del mundo que se ha atrevido a afrontar la llamada nueva normalidad mientras los coletazos de la pandemia azuzan las puertas. Su arriesgada apuesta va a marcar la pauta a los montajes de los demás templos operísticos cuando, allá por septiembre, vayan subiendo las obras a los escenarios. Deberán recoger el mensaje de ese coro en el que cada cantante permanece quieto en su cuadrícula, cantando al amor y al placer en el mítico Brindisi, sin uniforme pero casi en posición de firmes y cantando a voz en cuello, como si fuera un coro de un ejército bajo la orden de mantener escrupulosamente la formación.

Y es que más que el aria más alegre, optimista y voluptuoso de la ópera de todos los tiempos están interpretando un himno de fe en el futuro. Nos envían un aliento optimista llevados del espíritu de la orquesta del Titanic, aquella que no dejó de tocar mientras hubo vida. Se me antoja que es ese el sentido último de este montaje del coliseo operístico madrileño del mes de julio, justo después del estado de alarma: que no pare la música porque hay vida. Esta Traviata lo ha dejado dicho: no hay vida sin música.

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