Lleva Pablo Iglesias una semana larga repartiendo insultos tras su implicación en el robo de la tarjeta telefónica de Dina Bousselham. Y no se trata de unos insultos cualesquiera dado el magisterio con que los propina: incluso desde la tarima donde se explican los acuerdos del Consejo de Ministros.
Hay quienes piensan que esa actitud chulesca de improperios por elevación le acaba de pasar factura en las recientes elecciones autonómicas. Tesis que yo no comparto, pues sus antiguos votos no han ido a la moderación sino a Bildu, por un lado, y a un BNG más radical e independentista que nunca, por otro. Más bien, pues, esa desafección de los electores tendría que ver con que haya convertido a Unidas Podemos en un cortijo personal, en vez de aquel colectivo plural de indignados de sus comienzos.
Volviendo a esos insultos magistrales hay dos características que querría resaltar. Una, la confusión que tiene Iglesias sobre su propio rol, al tildar a sus acusadores de usar los “cañones mediáticos del poder”, así como de “las cloacas del poder”, cuando resulta que el poder (y el Gobierno) hoy día es él y, por ende, en sus manos están esos presuntos cañones y él sería quien se moviese por esas sedicentes cloacas.
La segunda característica la tomo prestada del analista José Antonio Zarzalejos y es la propensión de Iglesias a considerar como ataque a su partido todo lo que supone una alusión exclusiva a su persona. Es una manera, no sé si burda o hábil, de escudar bajo las siglas partidistas todas sus propias tropelías personales.
En cualquier caso, el desaforo y griterío ofensivo e infamante del vicepresidente hay quienes lo atribuyen también a que está en horas bajas y que ésa es su manera de echar balones fuera. Siento también discrepar de esta interpretación: el virtuosismo en el insulto no hunde en la ignominia a quien lo practica sino que es un ejemplo de que quien está en horas bajas es el país y que aún no hemos encontrado forma de cómo poder sacarlo del pozo.