Piedrecitas en las sandalias de la democracia española

¡Qué bendición es ser político en España! No es solo una profesión; es un estado del ser, una elevación a un plano donde las trivialidades de la moral y la ética quedan, por fin, a ras del suelo. Y es que, queridos lectores, la actual y gloriosa oleada de corrupción que nos alegra las portadas diarias no es un fallo del sistema, sino la prueba de que nuestros líderes han dominado el arte supremo de la “marcha sin guijarros”.

Recordemos la curiosa etimología que tan acertadamente se ha rescatado: el scrupulus latino, esa “pequeña piedra puntiaguda” que se colaba en las caligae (sandalias militares) del legionario romano. ¡Qué dilema el de aquel pobre soldado! ¿Soportar el dolor y seguir cojeando, o detenerse, quitar la maldita piedra, y arriesgarse a una reprimenda por frenar a las tropas en su marcha? El escrúpulo, en esencia, era una molestia que obligaba a la pausa, a la reflexión, a la sensibilidad moral.

Pero, ¡ah, los buenos y santos hombres de poder! Los senadores, los tribunos, y ahora nuestros diputados, concejales y altos cargos… ellos, desde tiempos inmemoriales, han viajado en carro o a caballo, no les afectaban los guijarros del camino. Es decir, hoy en día, en coches oficiales blindados, despachos con moqueta insonorizada, y vuelos en business a donde haga falta. Ellos no tienen guijarros.

Y he aquí el gran secreto de la resiliencia política española: si la corrupción es la banda sonora constante, si los casos de malversación son la lluvia fina, y los sobresueldos son la brisa matutina, es porque nuestros elegidos han logrado una paz interior asombrosa. No sienten la molestia moral que, según la etimología, ralentizaría a la “gente común” (o sea, a los contribuyentes, que sí que llevan sus propias caligae gastadas y los dedos desgarrados por los scrupulus).

Ellos, los padres de la patrias, el guijarro de la honestidad, se lo quitan; la piedrecita de la conciencia, la pulverizan; el escalofrío de la duda interior, ni se dan ni cuenta, van en coche oficial con cristales tintados; el castigo, una mera quimera burocrática.

En la antigua Roma, el legionario de marcha que se detenía para quitarse la piedra se arriesgaba al castigo. En la España sanchista, el político que se beneficia de un esquema turbio se arriesga… a una larga, lenta y tediosa investigación que durará años, a un juicio mediático con sanción social nula y, en el peor de los escenarios, a una condena que probablemente será indultada o rebajada por tecnicismos… o por la gracia del sanchismo. ¿Frenar a las tropas? ¡Al contrario! La falta de scrupulus es el turbo de su carrera.

Así, mientras a los ciudadanos de a pie nos pica la conciencia cuando nos saltamos un semáforo en ámbar, nuestros preclaros líderes pueden estar repartiéndose licitaciones o inflando facturas o tickets con la misma placidez con la que piden un café con leche en el bar del Congreso, a 90 céntimos el café, según sentenció en su momento ese gran hombre y padre sin par de la patria que es Zapatero.

¡Es admirable! Se necesita una fuerza de voluntad hercúlea para ignorar el peso de la opinión pública, para mirar a los ojos a la ciudadanía mientras se justifica lo injustificable, y para seguir marchando a paso firme y marcial sobre un camino sembrado de scrupulus ajenos.

Enhorabuena a nuestros políticos. Han transformado una limitación moral en una virtud estratégica. La próxima vez que escuchemos un nuevo caso de corrupción, no pensemos en un crimen -son ustedes muy mal pensados-, sino en un ejercicio de pura y dura eficiencia, de una marcha política liberada de esa incómoda y anticuada piedrecita llamada conciencia.

 

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