¿Qué haríamos sin Donald Trump?

Uno nunca ha tenido una elevada opinión de los presidentes norteamericanos. Entre otras razones, por el dicho de aquel país: “Si tienes dos hijos y quieres que progresen, dedica el listo a los negocios y al tonto mételo en política”.

No me refiero sólo a presidentes tan malvados como Richard Nixon o tan inútiles como George Bush Jr. También Barack Obama, aparte de ser negro no dejó otro legado a la posteridad que el homicidio de Bin Laden. Y, por su parte, el sobrevalorado John Kennedy fue un político nepotista que fracasó militarmente en Vietnam y mucho más chapuceramente aún en el desembarco de Bahía de Cochinos.

Por eso mismo, las excentricidades de Donald Trump vienen a ser un continuum de las de sus predecesores, aunque, por supuesto, más extravagantes e imprevisibles que aquéllas. Así que, ¿qué haríamos si el Congreso estadounidense llegase a destituir al mandatario actual?

Pues que nos quedaríamos sin un histrión que ahora mismo canaliza nuestra ira y nuestras frustraciones y que le convierte en objeto de nuestras burlas y nuestras críticas, ahorrándonos así el tener que hacer un análisis crítico tanto de sus obvias incoherencias como de las encubiertas limitaciones y carencias en que incurrimos el resto de las democracias occidentales.

Ése ha sido el éxito de Trump, el de llenar todo el escenario político y poder ser en consecuencia objeto de chanzas —como las de Trudeau, Boris Johnson y Macron— que evitan a estos últimos tener que explicar sus múltiples desatinos en política interna y externa.

Por eso, si Trump desapareciese de la escena pública nos quedaríamos sin un bufón del que reírnos, sí, pero también sin el charlatán cuya verborrea sirve para distraer al personal de nuestras propias meteduras de pata políticas.

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