Esta semana han ocurrido notables cosas, desde el insultante asunto de la amnistía hasta la última tontadica de Tezanos.
Pero como llevan ustedes con el cronista más viernes que con el “Pollo Carvajal”, azote semanal de Podemos, sabrán que los viernes el Jefe de la Clicktertulia, Don Juan Ignacio Ocaña, nos tiene dicho que de cosas sesudas nada. Los CEO de la radio están encantados y aseguran que habrá prima (dice la brillante “coach” de la tertulia que la frustración es mala cosa y hay que insistir).
Un cronista debería hablar poco de sí mismo, es cierto. Pero, a veces, es inevitable. Empezaré de forma casi clásica: iba yo a comprar el pan y me encontré con la oficina del paro.
Llevaba el cronista ocho meses, ocho, intentando una cita en el Servicio Público de Empleo, imposible. Hasta que un día supe que el amigo de un amigo tenía un amigo que trabajaba en el SEPE. Me susurró al oído: pide cita a las doce y media de la noche.
Hora excelente para una gestión administrativa, me dije. Sorprendentemente, funcionó. Si ustedes piensan que lo hacen para que nadie vaya, tienen razón.
El miércoles fue el día. Llegué puntual como un príncipe. Iba a entrar, cuando el guardián de la puerta me dio el alto: ¡No; hasta diez minutos antes de la hora no se entra!
Compartimos calle y helada sombra un obrero que hacía pareja con una alfarera, el cronista y había una camarera, también. Una cita en el SEPE bien vale un catarro.
“El señor de la una” gritan desde la puerta. Camina el cronista raudo al castillo, dispuesto a entrar y el guardián dice: espere, que mi compañero le hará el “check in”.
Es que en las oficinas de empleo no se entra, se hace “check in” como en el aeropuerto de Londres. A los usuarios se nos factura, para que me entiendan.
El señor del “check in” me dice, de forma imperiosa: su teléfono. Sorprendido, se lo ofrezco de forma temblorosa y me dice: va a recibir un SMS para confirmar que está usted aquí. Es que para la oficina de empleo, el cuerpo de los usuarios no es signo de presencia; qué modernidad: el “metaverso” ha llegado al paro.
Advierte el del “check in” que mantenga el teléfono: le mandaremos un mensaje para decirle que mesa le toca. Un poco mosca me atrevo a preguntar: ¿El que no tenga smartphone o no se pague datos no entra?
El joven del “check in” no entiende la pregunta, así que el cronista arrastra sus pies a la vacía sala de espera: uno, junto a veinticuatro sillas vacías, tres personas al frío de la calle.
Para que me entiendan: en los bares, el aforo es del cien por cien; en la oficina del empleo solo el 4%. Vale, los bares son de Ayuso y las salas del paro de Yolanda Díaz, pero un equilibrio, quizá…
En fin, efectivamente, la pantalla donde antaño se indicaba donde debía ir el usuario permanece ciega y se recibe el anunciado mensaje: mesa tres. Allá va, valiente, el cronista: ¿Qué pasará? ¿Qué misterios habrá? Treinta y cinco puestos de trabajo, solo dos funcionando, dos citas a la hora. Gran productividad funcionaria, ¡vive Dios!
Anuncio que la web no admite los documentos que aporto. El empleado público susurra: probablemente. Al poco, levanta la vista: este documento es presencial. Si es presencial, me atrevo a preguntar, por qué está en la web. No puedo responderle a eso, me responde.
Otrosí, inquiere el cronista, algo molesto; si es presencial, cómo entregar en fecha si sus oficinas estaban cerradas. Las cosas son así, caballero, afirma el muy atento servidor público, mirando al cielo con cara de interino que va a ser funcionario por la cara.
Acaba el trámite, el cronista cede su sitio a la amable camarera y se va a comprar el pan, sin que nadie confirme que el trámite queda resuelto. O sea, hemos pasado del “vuelva usted mañana” al “mejor, no venga usted nunca”. ¡Ah, nuestros héroes, funcionarios y funcionarias, qué grandes¡
Queridos enemigos y enemigas: ¡Ojalá necesitéis ir a la oficina de empleo!
Estimados y estimadas amigas, cuídense, que lo del virus está borroso, pasen buena semana y ojalá no necesiten pedir una cita a ninguna oficina pública.