Sin ánimo de asustar: las posibilidades de la distopía

El cazador prehistórico había de recordar aquella tarde remota en que nació el hierro y pudo poner el conejo cazado en su cazuela. Probablemente, la señora que le acompañaba recuerde mejor la cerámica que le permitió almacenar parte de la cosecha. Digo esto con un único objetivo: recordar y aceptar que toda innovación técnica histórica trajo progreso y corrigió dosis de desigualdad.

¿Por qué hoy nuestras percepciones sobre el futuro son tan distópicas? Porque creemos, probablemente, que las distopías anticipan la realidad. No es el carácter disruptivo de la Inteligencia artificial (IA) lo que nos inquieta, hemos sobrevivido a casos parecidos.

Se trata de que apela al centro mismo del ser humano: la creatividad, la capacidad de gobernar el entorno, nuestra comunicación y, acaso, esconde, tras el poder de los oligarcas, una amenaza a la igualdad, la libertad y la solidaridad, núcleo del progreso ilustrado.

Sobre estas cuestiones he emitido juicio en columnas anteriores. Hoy quiero referirme a dos cosas sobre las que no he hablado, quizá prometiendo que descansaré de IA en un futuro… o quizá sea imposible.

Los asertos principales del discurso son que la IA transformará nuestro mundo, haciéndonos más eficientes, permitiéndonos alcanzar avances científicos y tecnológicos inéditos. Y, por supuesto, la explosión de las grandes tecnológicas podría generar un crecimiento económico sin precedentes. Confieso que dudo.

Como recompensa ex ante por todos los despidos que se avecinan, incluso en el campo tecnológico, y la devaluación salarial, la fortuna de los emprendedores de IA se ha disparado más allá de toda comprensión. Hasta ahora, la IA ha tenido éxito en algo: enriquecer aún más a las personas muy ricas.

Algunos trabajadores con habilidades duraderas podrán conservar buenos salarios y un trabajo estable durante un tiempo. Pero es previsible que los trabajadores sin estudios universitarios sentirán el impacto de la IA mucho antes de lo que sugieren las predicciones optimistas. Ya lo están sufriendo.

Todo esto plantea la pregunta sobre la dirección actual de nuestra economía y si una estrategia que prioriza el desarrollo de la alta tecnología de forma rápida y compulsiva es adecuada.

A finales de la década de 1990, el surgimiento de la economía del conocimiento se anunció como la solución a muchos problemas económicos. A medida que la economía del cerebro reemplazaba a la economía de la fuerza, se prometían nuevas cotas de grandeza. Sin embargo, en términos reales, fue el comercio multilateral, no la economía del conocimiento, lo que mejoró la vida de la gente.

No se trata, solo, de que la era de la información haya impulsado una nueva clase de oligarcas que ahora poseen cantidades incalculables de riqueza y poder.

También se trata de que, más abajo en la escala de ingresos, se han abierto amplias brechas en función del nivel educativo. La desigualdad salarial ha creado una brecha social cada vez mayor, lo que ha creado una notable disfunción política, que lesiona, en no pocas ocasiones, a la propia democracia.

Por otro lado, todo el progreso anterior, desde la revolución industrial, no solo se basó en la mejora técnica, sino, muy especialmente, en la acumulación previa de capital. En este caso, se basa en una desconocida explosión de deuda y una exuberancia bursátil. La brecha entre inversión e ingresos del producto es, en consecuencia, muy notable.

Los inversores han asumido que todas las grandes empresas estadounidenses saldrán ganando. Esta suposición es esencial ya que los monopolios que impulsan a las grandes tecnológicas, como el paquete Office de Microsoft, Google Search, Gmail, Docx y Facebook de Meta, se están acercando, sin excepción, al final de su vida útil. Cada gran empresa tecnológica necesita un monopolio global en IA para mantener su éxito y valor de mercado. No todas lo conseguirán.

Una sociedad con brechas salariales, con dudas sobre su legitimidad política, sin notables crecimientos y con potenciales crisis de inversión o deuda, da para algunas distopías. Dicho sin ánimo de asustar ni para preparar una nueva novela, ya hay suficientes y buenas.

 

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