Sin noticias (3): la playa, ese mercado salvaje

La playa no es tan idílica como creen. Siento sacarles de su ensoñación: la playa es un mercado salvaje. Sí; hablaré de economía, pero no se preocupen; me van a entender como si fueran doctores en la materia. A ustedes no les gana Pedro Sánchez, ni a economista ni a abogado.

Tras la expedición de ayer, mis exploradores han pedido levantarse tarde. Así que he aprovechado para madrugar, desayunar en silencio y leer unas páginas, antes de que la tripulación al completo aparezca y los guiris ocupen las calles. El día será bueno. “Temperatura, 30º, humedad relativa, entre 50 y 90 por ciento, sensación térmica 32º, brisa, de qué brisa me hablan, estado de la mar, rizada, en el Mediterráneo, el rizo es un vaso de agua. El viento rola del este (qué se ha creído mi tertuliano Luis Blanco que solo él sabe de marinería)”. Aire acondicionado en la vivienda: sí; se dispone. La autoridad competente sea loada.

Pienso en el día que viene, madrugo mientras mis exploradores se reponen, y, de súbito, un ruido como de procesionistas en Semana Santa me convoca. Una hilera interminable de personas se dirige hacia la playa. Es pronto, reflexiono, y enseguida percibo su objetivo: buscan conquistar la primera línea de playa.

Van armados con unos instrumentos llamados sombrillas “de gran simplicidad, pero complicado manejo”. Uno de ellos se cree más listo, aligera el paso, la hilera se mueve con él, no solo veo cómo se alejan, sino cómo llegan y clavan el mástil de la sombrilla en la playa, como Cortés su espada.

Y éste es el primer asunto que ustedes deben entender: la playa es un mundo de escasez. Abundan, claro, los cuerpos hermosos, las relaciones potenciales, las conversaciones livianas y las lecturas frívolas. Por supuesto, los peligrosos rayos UVA y las criaturas escandalosas. Pero escasea lo vital: el agua, las bebidas hidratantes, el alimento, la sombra y, naturalmente, el espacio en la primera línea.

Y ocurre, como el lector imagina, que el poder pertenece a quien administra la escasez. Naturalmente ese monopólico y abusivo administrador tiene nombre y apellido: el chiringuito. El chiringuito contradice todas las doctrinas liberales y desreguladoras, pregunten si no me creen a Don José María Triper que, además de “lafferiano” es liberal.

Mediante métodos no ajustados a derecho, lo ha dicho el Tribunal Supremo, el chiringuito administra, en monopólico régimen, precios de bebidas y viandas, incluso privatiza la sombra mediante la instalación exclusiva y abusiva de hamacas y parasoles (a 25 euros al día), como dos menús en su barrio, para que me entiendan.

Ante la ausencia de competencia se entiende no solo la batalla de la primera línea de los bañistas sino, también, la economía irregular que se organiza en la arena de sus delicias.

El segundo grupo que pasa bajo mi terraza corre menos. ¿Se acuerdan ustedes de aquel señor que decía “al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero”? No solo era un pelín machista, era algo peor: lo que en economía se llama un “discriminador de precios”: los hombres y las feas, según su criterio, pagaban.

Esa estrategia que, en el mercado real, requiere mucha información y datos, ha sido resuelta brillantemente por quienes venden pareos o mantas de playa, esas cosas que hasta hoy usted no sabía que necesitaba. Han recurrido a una estrategia grupal, para resolver el problema de la información: cobrar un precio distinto según público objetivo. Así, sorprendentemente, un pareo adquirido por una finlandesa será más caro que el comprado por una señora de Albacete, por un poner.

El tercer grupo que pasa hacia la playa, vendedores de bebidas, no corre. En primer lugar, practican un pacto ilícito de márgenes de precios, una colusión oligopólica de manual. En segundo lugar, respetando esos márgenes, cobran según renta –los vendedores de bebida playera son muy “podemitas, aunque no lo crean”-.

Esta práctica que, como la anterior, requiere en la economía regular de mucho análisis y prospección, queda resuelta con la experiencia de mercado (proverbio chino dice “quien no sonleil, no ponel tienda”: como usted responda a su sonrisa con la suya, está perdido y si lleva reloj de marca cual futbolista, dese por estafado. A la playa se va de pobre, que la desnudez nos iguala a todos y todas.

Esto de la igualdad será muy apreciado por mi contertulio de los miércoles, sagaz periodista  y excelente cantante Luis Peiro. Supongo que otro de mis contertulios Jose Luis Fernández, estará pensando si en el gabinete de estudios que dirige tienen contabilizados tanto precario. No sé si mi tercer compañero de miércoles, Armando Rodríguez, que viene a ser del comercio, estará con las vendedoras de pareo o con el chiringuito. Un día le pregunto.

El chiringuito se defiende como puede y vence porque dispone de un producto diferenciado: la sombra. Y, por otro lado, de un argumento de marketing que podría persuadir a un carabinero de posarse en un arroz: en la playa, usted persiste en no parecer pobre, se apunta al lujo y no es sensible a los precios. Consecuencia: albariño, copita a cinco euros, lubinita para los niños, recién pescada, naturalmente, 60 euros; en el mercado 8,50. Un masaje, una clase de Taichí, a precio de master, usted mismo.

Conservo tique de cuatro productos que se venden en el chiringuito. Doscientos metros más allá, los precios son un 30% más bajos. Puedo consolarles: ni ustedes ni yo somos tan tontos como parecemos: es el capitalismo quien nos hizo así.

En el súper, usted adquiere bienes necesarios. En el chiringuito bienes superiores. O sea, la elasticidad respecto al precio, su disponibilidad a mostrar que está aquí para gozar y no para cubrir sus necesidades, es mayor que en el súper.

A esta diferencia de consumo le llaman ahora comprar experiencia. No sabe usted la cantidad de experiencia, a precios inauditos, que se compra en esta playa por los que vienen de planetas rosados “con fisonomía y hechura tipo Luciano Pavarotti, mayoritaria en la zona” de origen.

Dicho queda, la playa es un mercado salvaje.

 

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