Todas las muertes no son lo mismo

Se dice que la muerte nos iguala a todos. Desde luego el dolor de las familias será semejante. No requiere el cronista que se mueran los ricos ni la clase dominante. Eso es cosa del moderno populismo.

Pero no; todas las muertes no son lo mismo, en realidad. Mientras el Titán implosionaba, con cinco multimillonarios a bordo, tres personas morían cerca de Canarias, viajando en una patera, y ciento cuarenta pakistaníes perdían su vida en las aguas del Mediterráneo.

Para estos no ha habido aviones de la marina canadiense o inteligencia norteamericana, expertos escuchando ruidos, barcos fletados de todo el mundo para tratar de rescatar náufragos. Lo del Titán ha sido un drama para cinco familias, lo de las pateras tan solo una estadística. Es lo que hay.

La desaparición del sumergible, camino al pecio del Titanic, ha puesto de relieve los negocios que ofrecen expediciones extremas a sus clientes millonarios.

Entre las cinco personas en el sumergible Titán desaparecido se encuentran dos multimillonarios: Hamish Harding, un hombre de negocios de 58 años que hizo su fortuna vendiendo aviones privados y tiene tres récords Guinness por viajes extremos anteriores, y el empresario pakistaní, radicado en Reino Unido, Shahzada Dawood, 48 años, que viajaba con su hijo Suleman, de 19 años.

No fue el primer viaje de Harding al fondo de los mares. Ya había navegado hasta el punto más profundo de los océanos del mundo, la Fosa de las Marianas, una profundidad de unos 10.925 metros, en el Pacífico.

Harding también ha subido muy alto. El año pasado, fue una de las seis personas a bordo del vuelo tripulado del cohete de Jeff Bezos, el dueño de Amazon, que alcanzó un apogeo de 107 km. sobre la tierra.

Estas aventuras no son baratas. Los billetes para el sumergible Titán costaban, cabe imaginar que el socio del patrono muerto tendrá que cerrar la tienda, un cuarto de millón de euros. El viaje estaba organizado por Oceangate, una empresa de turismo de exploración, fundada y dirigida por Stockton Rush, un multimillonario estadounidense que también viajaba en el aparato destruido.

La democratización del turismo ha traído estas cosas. Ahora todo el mundo puede ser viajero o viajera y llegar a los más recónditos lugares del mundo, Venecia, como Madrid, Barcelona, Roma o Atenas, no son lugares exclusivos, sitios donde escribir como Elliot versos inmortales; puede pasearse cualquiera por Miami Beach, ir a Tailandia, visitar lagos recónditos, cataratas, cazar elefantes en Kenia, qué podría salir mal, subir al Kilimanjaro.

Todos esos placeres que antes estaban solo disponibles para grandes fortunas y películas de Hollywood están hoy al alcance de cualquiera que tenga una simple tarjeta de El Corte Inglés.

Intolerable para el narcisismo de los más ricos. Necesitan ir allí donde nadie del populacho pueda ir: desde el fondo del mar al espacio, desde la cumbre del Everest a la fosa de las Marianas. Lo llaman viajes de experiencia.

Los multimillonarios se han apoderado del espacio, las fosas marítimas, los ocho miles y se han lanzado, aún a costa de su propia vida, al encanto de las exclusivas y carísimas expediciones extremas.

Los más aventureros entre los más ricos del mundo, las señoras no suelen hacerlo anótenlo, hacen viajes al borde del espacio y la Antártida con la calma del diletante que no tiene otro legado que lanzar al mundo que el de su soberbia: tú no puedes ir allí, ése es el mensaje.

A veces ocurre lo inevitable y les espera, como en la vieja película de Bergman, la muerte para jugar una partida de ajedrez.

En fin, amigas y amigos, quizá tenga menos glamur y no salga en los periódicos, pero no le teman a un viajecito a su taberna favorita, una barbacoa, protegiendo humedad y viento según las normas, en una casa rural o, quizá, si son ustedes unos valientes, pueden ir a un concierto al Winzip, que eso sí es tener valor. Mientras tanto, reclamen conmigo, más medios para encontrar pateras.

 

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