Escuchaba ayer a Ayuso. Y me di cuenta: si se corta una revolución (perdón, quise decir un cono de revolución), se crea una curva con dos trazos que no se tocarán nunca y serán incapaces de acercarse más allá del doble de su distancia al vértice. Dos mundos distintos, distanciados e incomunicados. Algo puede haber en el plano entre esas líneas, pero es como si no existiera. Fuera de la línea no hay salvación. Es una exageración sectaria; quizá por eso, los griegos usaron la misma palabra para definir una función inversa (hipérbola) y la figura literaria que corresponde a la exageración (hipérbole).
El relato de la política española vive permanentemente en una hipérbola. No es la primera vez: las dos orillas, escritas por José Antonio, el falangista, y verbalizadas por Anguita, comunista, han presidido las radicalidades que cuando cierta moderación, socialdemócrata o conservadora, era la dueña del tablero político convertía a las orillas en pura retórica.
La incomunicación de los dos mundos, alentada ahora por los dos lados del tablero, es predemocrática, requiere la desaparición de la línea confrontada. Y un relato de conflicto. Avisar miedo es costumbre acrisolada en los liderazgos hispanos. El recurso a la amenaza del “guerracivilismo” ha sido profusamente utilizado.
El 26 de enero de 2010, Santiago Carrillo afirmó que la derecha de entonces (Rajoy) era “la del 36” (guerra civil). Ayer, Isabel Díaz Ayuso anunció las pretensiones “guerracivilistas” de la “kale borroka”. Igual que entonces reprendí en este blog (alojado entonces en otra plataforma) a Santiago, que era de los míos (¿Cómo en el 36? Por Dios, Santiago, por Dios), habré de hacerlo con Ayuso que solo es mi presidenta, por voluntad del soberano eso sí.
Santiago lo hizo para pelotear al Zapatero de sus últimos días. Isabel para castigar al Pedro en sus días más populistas. Pero debo afirmar y afirmo que convocarnos a comprar gorro de miliciano, a desayunar un adversario por la mañana, a organizar alguna barricada no conduce a ningún parte.
Quizá sirva, aunque a Santiago no le sirvió, para tener las filas apretadas y ahuyentar a los que vivimos entre las líneas de fuego retórico, pero no añade nada. La hipérbole es coherente con los tiempos que vivimos, se impone al ruido y se escribe en pocos caracteres. Pero es eso y nada más.
Ayuso tiene su cultura “cheli” y “tabernaria”, cosa que no es mala en sí misma, aunque quizá no exportable fuera del foro. Pero, además, sus asesores de discurso beben demasiado de los discursos conservadores ajenos. Europa se ha llenado, desde el asesinato de Kirk, de anuncios de guerra civil, que prácticamente iniciaron Trump y sus respectivas terminales: Inglaterra, Alemania, Francia ya han comprado la retórica divisiva que ayer Ayuso puso sobre la mesa.
Se equivoca, es mucho más inteligente aprovechar los despistes de los demás que copiarlos. Llamarnos al sectarismo es impedirnos a los que caminamos por el plano, sin formar parte de las líneas, que continuemos nuestra conversación. A quienes somos progresistas, no confundir con populistas, nos preside el valor de “la comunidad”: si se alientan los peores instintos y activa las radicalidades nos sentimos expulsados de nuestra comunidad.
Por otra parte, “el guerracivilismo” es mentira. Todos los héroes huirán, menos el loco que un día apretará un gatillo: avisar violencia, es convocarla. Es, para un presidente o presidenta, irresponsable. Ni estamos en una guerra civil, solo politiquerío, ni esto, presidenta, es Sarajevo.
Las respuestas de la izquierda y sus voceros son, también, bastante hiperbólicas. Toda expresión de Ayuso es para desmerecer a Feijóo, dicen en la tele y los voceros de La Moncloa. Las hipérbolas, por lo tanto, las hipérboles, lo digan Sánchez o sus porqueros, no son asimétricas. Se responden con la misma retórica rutinaria desde la otra línea. Las dos líneas de la hipérbola tienen las mismas prioridades, la misma excentricidad.
Quizá habría que preguntarse por qué los que insultan en la calle, que no son fascistas, sienten que se les ha privado de la libertad de expresión y su identidad. ¿Qué no se ha atendido para que el discurso de la derecha se disemine con tanta facilidad? ¿Por qué ser antisistema, lo revolucionario, es el populismo más reaccionario? ¿Debe una presidenta de mayorías dar alas a ese populismo?
Ayuso y sus acompañantes opinan que es de mayorías porque, también, se alientan esos valores. No; creo que es de mayorías porque la gente, a veces, vota actitudes morales. Vino a decir, en su momento, Ayuso que no quería encerrarnos, nos quería en las tabernas y bebiendo juntos. ¿Ven? Eso no eran evocaciones a Sarajevo ni invitaciones a reunir milicianos. Cuidadín.
Por otro lado, ¿no se habrá convertido la izquierda en demasiado prescriptora, demasiado intervencionista en la vida ajena, añadido valores que no son los de la ilustración? ¿No ha habido mucho identitarismo de izquierda, muchas pequeñas identidades con muchas ganas de desquitarse, de venganza, especialmente en un Madrid que la izquierda no toca desde hace treinta años?
Ayuso ha elegido el terreno de los “valores morales” para construir su identidad. Puede no ser una mala idea, en tiempos donde no hay gobierno. Pero eso es contradictorio con buscar héroes milicianos. Eso suena a política del matón.
Se puede ser “cheli” y defender la identidad de valores propios. Se puede expresar con firmeza esos valores que se defienden, hacerlo de manera que se identifique al portavoz y se salga del lenguaje del adversario. La cuestión es que el grito y la amenaza es el ruido sectario de guerras culturales. El registro civilizado es el que atiende a la moral de las mayorías.
Escribió Eurípides, el cronista es de lecturas viejas, ya saben, que “no deben usarse lágrimas frescas en dolores pasados”. Señora Ayuso, no avente el miedo. No viva en la hipérbole: es peligroso.