El Gobierno y el socialismo realmente existente se preparan para volver a sus ocupaciones mañana mismo: buscar chivos expiatorios en el campo de los amigotes de los corruptos y abusadores, para evitar asumir la verdad. Todos y todas los que la pintan lo sabían y todos y todas se esfuerzan por taparlo.
Permitan, mientras tanto, que el cronista vuelva a lo que le interesa. Y lo que interesa son las causas que desestabilizan la democracia, más allá de la falta de ética política, debido a la herida producida por políticas dignas de ser olvidadas. Lo reconozco, soy pesado: hace diez años les di cuenta de las radicalidades antidemocráticas que producen las crisis financieras. El trabajo que les traduje revelaba que el ciclo de la radicalidad de derechas es más largo que el populismo de izquierdas, ambos acaban, al menos antes.
Hace siete, cuando Susana Díaz alentó el fantasma de VOX para perder las elecciones andaluzas, les escribí: “Mientras buscamos fascistas y resistimos, mientras ensayamos el ‘no pasarán’ para acompañar a Susana Díaz, quizá conviniera reconstruir, en primer lugar, las bases de izquierda que hicieron posible el estado del bienestar, incluyendo pactos sociales y de clase bastante notables”.
Durante estos días, he comentado la artimaña radical de que “la clase media no existe” y, ayer mismo, los efectos de la cultura del radicalismo izquierdista en los comportamientos de la clase media. Inútiles advertencias, como es evidente, viendo los sondeos. No me preocupa, los cronistas estamos para iluminarles los días de asueto o reflexión, no para ser escuchados. Así somos los arbitristas que analizamos los males de la patria.
Me complace, eso sí, observar cómo la reflexión de distintos analistas se va acercando al núcleo de la cuestión: la base de la estabilidad o inestabilidad de nuestras instituciones (y de las europeas) reside en el comportamiento político de la clase media.
Ana Samboal, conocida periodista y analista económica, acaba de publicar El final de la clase media: “De las angulas al táper, de los pisos en propiedad a las habitaciones en alquiler… este libro radiografía el ocaso de un modelo que dio estabilidad y esperanza a generaciones enteras”, dice la presentación del trabajo. Estefanía Molina, no menos conocida ni menos analista, publica en los mismos días Los hijos de los Boomers, donde estudia cómo “el hundimiento de la clase media y la brecha generacional fabrica jóvenes antisistema”.
No seré quien diga que yo les advertí primero, entre otras cosas porque mucha gente lo hizo. Déjenme recordar a mi amigo perdido Javier Aristu, antiguo y brillante conmilitón, que analizó tantas veces el asunto. Puesto que escribo en mi taberna favorita, siendo día festivo y mi refugio ante la ocupación de la ciudad en días de puente constitucional, dejo la pluma en la mesa, cojo unos cacahuetes, me mojo los labios en vino: nada tan boomer, decadente y de clase media, antes de pensar si les digo lo que pienso.
Me atrevo a sugerirles a las autoras y a ustedes que vayan preparando la segunda parte de sus libros: si ustedes creen que los jóvenes lo están pasando mal, esperen a que crezcan. Las actitudes antisistema, expresadas en votos, responden a una lógica políticamente feroz: “No quiero un futuro, lo que quiero es un presente”. Una petición imposible, dado el estado de la cuestión, y que nos castigará si no espabilamos. Si es que, acaso, nos queda tiempo.
Salvo los de la secta del cohete, ocupados en sus cositas, unas woke y otras de caspa putera, la mayoría analizamos con preocupación las claves de nuestra situación: una política de rentas en las que éstas convergen hacia el salario mínimo; la persistencia en no reflexionar sobre las pensiones, en un momento en que lo más duro de la jubilación boomer está por llegar; una política de endeudamiento que reduce paulatinamente nuestro margen; una fiscalidad irracional, etc.
Hay una pregunta para la que el gobierno no tiene respuesta: ¿cuántas crisis de precios puede tolerar la mayoría social? A los gobiernos, en periodos de poco crecimiento, les gusta la inflación: los costes de la deuda se reducen en términos reales, recaudan más, sobre todo si no deflactan, los tipos de interés se mantienen bajos y se pueden seguir endeudando.
De hecho, nuestro gobierno, como buena parte de la izquierda europea, mantiene una política de “decrecimiento”; el crédito y el consumo, desaparecida la vivienda como forma de ahorro, han sido en los últimos años más determinantes incluso que el turismo. La circunstancia es que, con la demografía y el crecimiento de la productividad en curso, en los próximos 25 años, la dinámica demográfica restará un 0,9% anual a la renta per cápita (Departamento de estudios Económicos y sociales de las NNUU en 2024).
El problema con la clase media, y especialmente de sus hijos, es que no se les está diciendo la verdad (a los demás tampoco). Europa necesita la llamada “autonomía estratégica”, eso significa gasto en defensa y en Inteligencia Artificial, sus costes inmensos: nuestro gobierno se niega a reconocerlo y a replantear sus políticas, esperando que otros nos hagan el gasto. Sin embargo, la gente percibe el camino y sobre todo que los costes serán brutales y los beneficios mal repartidos.
La ruptura del pacto atlántico ya oficializada como política USA puede acelerar los planes europeos para incrementar esa estrategia, lo que puede traducirse en dos riesgos: el abandono suicida de la idea europea que algunos radicales de derecha, financiados por oligarcas como Elon Musk, pretenden. O una feroz política pública, financiada por la clase media a golpe de impuestos, que supondrá una ocupación de lo público que está siendo percibida, sea o no cierto, por mucha gente como una limitación de la libertad.
Para afrontar ese futuro, necesitamos que se nos cuente la verdad, una política de crecimiento, que no tiene por qué ser insostenible, reformas fiscales que igualen el reparto de costes y recuperar, sobre la base de aumentar nuestro capital social (educación), las posibilidades de mejora social, basadas en una ética del trabajo y no de la subvención. No se trata de hacernos a todos vulnerables. Sino de reducir la vulnerabilidad. Una vez, desde la izquierda, lo hicimos. ¿Nostalgia? No; lección de la historia antes de la contaminación populista.
A fecha de hoy, uno no es optimista. Pero alguna posibilidad existe si escuchamos los penúltimos avisos. Me preocuparé por el futuro de mis nietos dándoles un consejo: si redistribuimos riqueza de los que pueden ir a la guerra o manejar la inteligencia artificial a los que ya no pueden, es normal que el personal diga que no cuenten con ellos en el sistema democrático. Pero nosotros, oiga, entre la aldea y nuestras “cositas” dejamos que otros hagan por nosotros, como si eso fuera eterno. La clase media no deja de dar avisos que no oímos.



