20D. El debate: de indecencias y ruindades

¿Es indecente destruir las pruebas de un presunto delito, mentir al Parlamento, engañar de manera continuada, despreciar a quienes sufren por acción de políticas o leyes injustas aunque sean legales? ¿Es ruin, mezquino y miserable quien denuncia comportamientos deshonestos en la vida pública por no asumir responsabilidades?

¿Por qué nos rasgamos las vestiduras tras la brusquedad de uno de los debates más duros de la democracia, donde los candidatos y líderes de los –aún- partidos mayoritarios del país confrontaron sus ideas y sus programas?

No hay duda que el fondo de las propuestas programáticas para convencer a la gran masa de indecisos de las elecciones más transcendentes desde 1977 -todavía el 20%, tres de cada diez votantes-, logró eclipsar como nunca las formas del debate a dos entre Mariano Rajoy y Pedro Sánchez. Sobre todo porque la cortesía parlamentaria y las buenas maneras de la dialéctica saltaron por los aires.

Choque de trenes

Los plomos estallaron cuando el socialista Pedro Sánchez sacó a relucir la responsabilidad de Rajoy por el caso Bárcenas y la corrupción. «Usted tenía que haber dimitido hace dos años», le espetó. «Si usted sigue siendo presidente, el coste para nuestra democracia será enorme. El presidente tiene que ser una persona decente y usted no lo es».

Dolido, el candidato popular y presidente del Gobierno, Mariano Rajoy atacó con un «¡Hasta aquí hemos llegado!», aseverando: «Yo soy un político honrado. Si tiene usted algo contra mí, lléveme a un juzgado. Ha sido usted ruin, mezquino y miserable», repitió varias veces.

La oratoria y los errores del debate

A partir de este choque de trenes el debate se cortocircuitó. Fue el más claro ejemplo de que la elocuencia y la oratoria de muchos de nuestros políticos todavía dejan mucho que desear. Deberían aprender de la flema británica, fingida muchas veces, pero ejemplar en lo que toca a los debates y el arte de discutir y conversar.

Con todo, el debate del siglo pasado -como lo han calificado despectivamente los iconos de la modernidad Iglesias y Rivera– tuvo algunos aciertos e interés. Lo comprobaron los casi 10 millones de espectadores al desgranar los candidatos una decena de medidas programáticas aunque de manera atropellada. Adoleció también de muchos errores de bulto, como debatir sobre África más que del problema catalán, o diluir el insensato tajo a la ‘hucha de las pensiones’ sin profundizar en el gravísimo problema de fondo que supone su viabilidad sin salarios dignos que apuntalen las tasas de reposición. Lo de menos fue el anodino e insulso decorado, un moderador poco enérgico y la más que deficiente realización.

Decía Adolfo Suárez, que «en política hay que elevar a la categoría de normal lo que a nivel de calle es plenamente normal». El ex presidente del Gobierno de la Transición, y ejemplo de austeridad, se refería a las inquietudes, problemas, necesidades y pensamientos de los ciudadanos que conformamos la sociedad. Si nuestros políticos –los nuevos y los viejos- quieren seguir predicando con el ejemplo deberían dejar de mentir, decir lo mismo en público que en privado, cumplir lo que prometen en sus programas electorales y tener muchas más dosis de empatía con los ciudadanos a los que dicen representar.

Decencia y no ruindad

Lo que reclaman los anónimos votantes que van a acudir a las urnas el próximo domingo es, simple y llanamente, que quienes salgan elegidos tengan decencia y no ruindad.

Indecente es quien miente, quien infringe el mal ajeno, el que se muestra insensible ante el dolor de los demás, quien desprecia a sus semejantes y a los que no piensan igual. Miserable es aquel que ampara con su conducta la ruindad. No es bueno que la indecencia permanezca en la política o en las instituciones, ni siquiera en los partidos o los dirigentes que con sus acciones u omisiones permiten conductas reprobables que han llegado al dolo y al engaño.

La ruindad está en la falta de ética y de moral de los seres humanos, se dediquen a la política, la agricultura o los negocios. De ahí que sus conductas merezcan reprobación pública sobre todo cuando sus actores representan a la sociedad, y además cobran por ello.

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