Habrá un tiempo en el que el coronavirus ya no sea más que un recuerdo. Un terrible y desolador recuerdo, pero cosa del pasado. Como en su día lo fueron las dos guerras mundiales y su secuela de millones de muertos.
Ahora, en plena crisis, nos cuesta creerlo. Ni siquiera se nos ocurre, porque prácticamente no hay noticia en los medios de comunicación y en las redes sociales que no trate del angustioso virus y de sus devastadores efectos. Ya nadie se acuerda del conflicto de Siria, de la crisis de los refugiados, de la guerra arancelaria o de las elecciones en USA.
Las noticias sobre el virus son contradictorias, muchas de ellas sabemos obviamente que son falsas, alarmantes unas, apaciguadoras otras, pero falsas y sin contrastación posible en una sociedad cogida a contrapelo, alegre y confiada en un bienestar que creía a prueba de bomba.
Lo único cierto es que el mundo ya no será igual antes y después de la aparición del coronavirus, por sus ingentes consecuencia sanitarias, por un lado, por sus catastróficos resultados económicos, por otro, y sobre todo por la abrupta desconfianza de una sociedad que ve que su seguridad, su confort y su futuro penden de un frágil hilo que, sin necesidad de una guerra, puede hacerla retroceder decenas y decenas de años.
Por si no bastasen ya las muchas teorías catastrofistas al uso sobre una época oscura de una humanidad sometida a la manipulación y al control, al designio de unos pocos y al populismo de unos muchos, un simple virus sirve para demostrarnos que nuestro futuro puede irse al traste en tan sólo un brevísimo minuto de la Historia.