De quién es la calle

Los votos necesitan tensión social, perder el poder produce miedo. No hay miedo sin ira. Y de ahí al odio, apenas un paso. El resumen es el sufrimiento. Todo el Gobierno teme perder el poder y alimenta tensión y sus consecuencias, pero si hay alguien que lo verbaliza es la vicepresidenta segunda del Gobierno.

Tras años de silencio, ha decidido cambiar el paso y usar la mesa del Consejo de Ministros para romper con los discursos socialistas, no solo en los temas económicos (Telefónica, por un poner), sino en la radicalización política.

No cabe duda de que los secretarios generales del PSOE son los más ladinos en la creación de tensión. Recuerden a Zapatero (a confesión de parte no es necesaria la prueba: “necesito tensión”) o a Sánchez convirtiendo su “reflexión” en un castigo a la ciudadanía.

Las presiones al Supremo no responden a defender la verdad ni al fiscal condenado. En realidad, se les da una higa. Son pura tensión electoral, movilización de un electorado alicaído al que la semana pasada (UCO y Cerdán, Leire y saunas) se le cayó el ánimo y al que, probablemente, le espera un nuevo jueves de pasión.

Aquí es donde la señora de Sumar ha decidido correr más que los socialistas, a río revuelto, ganancia de populistas. Yolanda Díaz nos hizo ayer la pregunta más dura que se nos ha hecho desde el referéndum de la Constitución: ¿De quién es la calle? Recogió el más ladino de los gritos del posfranquismo, que alentó muerte y dolor: “la calle es mía”. Ahora, hay que decidir en términos sectarios: quién son los suyos, estimado y estimada lectora.

La calle pertenece a la ciudad y todos podemos reclamar la calle, porque la calle pertenece todos y todas, “como el puerto a los barcos”. Invitarnos a pelearnos por ellas es convocarnos a pelear en ellas.

Esto no tiene que ver con la libertad de expresión, ni con el derecho de manifestación: lo que ocurrió, simplemente, es que se usó la mesa del Consejo de Ministros para atacar al Supremo, equiparando las movilizaciones que se reputan de fascistas con la Sala que ha condenado al fiscal general que, por extensión, pasará a ser fascista. Porque solo un fascista puede llevarle la contraria a Sánchez. Silogismo elemental de terraplanismo vicepresidencial que abunda.

Llevo días diciéndoles que todo lo que se oye es puro desafuero. El mismo periódico cuyo periodista nos confesaba su dilema moral en el estrado decía ayer que tres magistrados de los que condenaron al fiscal estaban financiados por las acusaciones. La verdad es que eran profesores en un curso del Colegio de Abogados de Madrid (que acusó al fiscal general).

No importa la precisión de la verdad, sino crear el argumentario suficiente para acabar proponiendo, un día de estos, la disolución de la sala o el ataque al palacio del Supremo, estamos en invierno, queda poético. Se han puesto a recoger firmas para remover a la Sala Segunda del Supremo. Lo de la inamovilidad de los jueces no va con el populismo judicial. Es el pueblo y el Gobierno quien juzga, condena o, incluso, ejecuta: así acaban estas “tontadicas”.

Coincide ese argumento con el de un ministro que sugiere que hay que “actualizar” la Constitución, para prohibir símbolos que no le gustan en las calles. Es mentira: no pueden. El derecho de manifestación pertenece al título de la Constitución que requiere mayorías cualificadas, disolución de las cámaras y referéndum. Un imposible: es como si Albares dice, permítanme el chascarrillo, que España se aliará con China para que no nos ataqué Voldemort, el innombrable en la saga de Harry Potter.

Existen recursos sobrados para afrontar los evidentes delitos de odio que se están cometiendo bajo execrables símbolos. Por cierto, también los había el día que se asaltó la vuelta ciclista a España. No; esto no va de libertad de expresión, del derecho de manifestación, ni de discrepancia con una sentencia (que no existe), ni con mentiras sobre presentar fallos antes que sentencias (el Constitucional lo hace).

Esto va de amedrentar, de producir miedo, ira, odio y convocar a la pelea social. Ésa es la tecnología que, desde el 15 de mayo hasta los escraches, desde el “Rodea el Congreso” al apaleamiento de un periodista en Navarra, han inventado los populistas de toda laya, desde el insulto en Ferraz al periodismo de provocación. De hecho, es la tecnología que, disfrazada de odio a las élites, ha ido creciendo desde Richard Nixon y contaminado a la política en todo el espectro político.

Los jueces son hoy la élite más despreciada, porque es una trinchera. En realidad, después de la política tan degradada que perdió hace tiempo su identidad de noble recurso de los que no tienen recursos. Nada mejor para hacer olvidar al personal la degradación institucional que buscar un nuevo enemigo.

No se engañen, la consecuencia es el sufrimiento social, la vida en una pelea nos hace daño a todos, mientras los que necesitan nuestras peleas para medrar electoralmente escriben cartas sobre nuestra valentía para asaltar los cielos (remedo de aquella que escribió Marx al doctor Kugelmann, sobre las cenizas de la Comuna de París: quizá les suene que “los lobos, los cerdos y los viles perros de la vieja sociedad” que negaban el asalto se reúnen, ahora, en la llamada “fachosfera”). Pretender que la vicepresidenta es Marx es olvidar que la repetición de los clichés históricos solo produce comedia, el propio Marx lo dejó escrito.

La bronca callejera alternativa, la extensión del concepto facha hasta hacerlo irreconocible, no ha vencido al extremismo reaccionario en ninguna parte. De hecho, lo ha alentado. El propio socialismo realmente existente y la izquierda de verdad verdadera lo han convertido en referencia mediática al atribuírselo al centro derecha y a quienes no comparten la contaminación populista del Gobierno, creando un muro en el que se separa a cada vez más gente.

No; esto no va de evitar símbolos de odio, de libertad de expresión ni de derecho de manifestación. Va de quitar a unos de las calles, en lugar de reintentar compartirlas sin odios. Va de votos.

A la señora más vocinglera y necesitada de votos del Gobierno no le importa en absoluto: desea cerrar el círculo, acabar con los restos de una asediada Constitución, legitimando si hace falta la violencia. Esta señora cree que la idea de mayoría está muy sobrevalorada. De eso va lo de la calle.

 

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