El único común denominador de estas Navidades es el desconcierto. La gente anda hecha un lío sobre lo que puede o no puede hacer en medio de un pandemónium de normas parciales y cambiantes. Entre el eslogan anterior al 2 de diciembre de “salvar las Navidades” y la realidad del último minuto todo son más y más limitaciones y restricciones, con unas fiestas navideñas que se han ido al garete.
Lo peor, digo, es que no sabemos cuál es la última decisión que nos afecta: ni cuántos podemos sentarnos al final a la mesa familiar, ni quiénes podemos hacerlo, ni hasta qué hora, y eso en el caso de que nuestra Comunidad Autónoma no esté cerrada a los territorios vecinos.
Un lío, vamos. Es verdad que el virus no anda con miramientos y que la situación cambia de un momento otro. Pero también es cierto que el virus tampoco tiene fronteras y que ataca aquí y allí, unos días más en un sitio y otros en otro, pero en todo el mundo, al fin y al cabo. Por eso, si unas normas son correctas en un sitio, ¿por qué no en otro?
El problema no es exclusivo de España, por supuesto, ya que en la Unión Europea todos andan de cabeza, contradiciendo unas medidas con otras y aplicando en un país políticas que no han funcionado en el vecino. Ante tal sensación de caos normativo, de que cada uno va a la suya, la UE ha intentado salvar la cara imponiendo unas fechas comunes de vacunación, con los mismos criterios y centralizando su compra.
Pero ese desbarajuste europeo no justifica su multiplicación autonómica en el caso de España, donde cada territorio impone las normas que le parecen aunque se den de patadas con las regiones colindantes y aunque contradigan las adoptadas por ellos la misma víspera.
No sé si con tanto desgobierno conseguiremos frenar al virus, pero lo que sí es seguro que la falta de una planificación general lo que sí parará es el deseable proceso de igualdad de todos los españoles.