Veo que la gente se las ingenia de mil maneras para poder compartir el aislamiento de estos días, más allá de canciones y aplausos por la ventana. Claro que algunas, como jugar a paleta de balcón a balcón, deben ser un coñazo, por la de pelotas que se pierden.
Mis primos, que son gente letrada, han decidido escribir un relato entre todos, pasándose el testigo de un capítulo a otro. Eso podría haber sido un sindiós, por las posibles contradicciones, pero les está saliendo una historia divertidísima: el confinamiento del coronavirus visto por un perro: Rufoldos.
Menos mal que me rajé de participar, ya que son tan buenos los jodidos que mis aportaciones habrían chirriado más que el trompo de un guaperas hecho con un Porsche. Así que todo mi cómodo trabajo familiar consiste en leerme el cuento y disfrutar con él.
Sin embargo, de mis conversaciones telefónicas con unos y con otros, he hilvanado un especie de intrahistoria del relato, en la que saltan chispas entre quienes poseen perro y quienes no, entre quienes viven solos y quienes comparten vivienda con más familia, entre los disciplinados y aquellos otros amantes de saltarse las reglas a la torera.
O sea, que el trabajo colectivo del relato viene a ser como la realidad misma del confinamiento, que produce inevitables tensiones por lo desacostumbrado de la experiencia de enclaustramiento colectivo y forzoso.
Por eso tiene doble mérito la actividad de mis primos —aparte de lo divertido de la narración— y que radica en la necesidad de coordinar esfuerzos, por un lado, y de saber adaptarse a unas condiciones que nos vienen impuestas por otro. Es decir, todo un aprendizaje para aguantar lo que estamos viviendo.