El silbido nacional

España era una ficción, como ha quedado demostrado y usted contempla diariamente. La hispanidad es un concepto rancio, propio de colonialistas, que requiere que las estatuas de Colón sean derruidas, que el hombre se muriera antes de poder traer esclavos no empece para que la armada de la memoria proceda a la correspondiente “damnatio memoriae”.

Afortunadamente, siempre nos quedarán las fiestas del Pilar. Ese sorprendente sitio donde las derechas empiezan las fiestas con un himno de Labordeta; las pijas y las obreras se visten los mismos mantones mientras procesionan hacia la virgen. Ese sitio donde anarquistas y guardias civiles comparten en el Tubo viandas y tapas (una de ellas de afamado nombre: Guardia Civil).

Aragón también fue taifa. Desde las legiones de Cesar Augusto a los reyes aragoneses tan sutiles que hacían campanas con las cabezas de sus nobles, pasando por el rey moro correspondiente, hicieron de su capa un sayo, hasta que un príncipe renacentista con cierta visión estratégica, al modo Maquiavelo, se puso a construir España con una castellana. Cierto; los aragoneses somos culpables.

Quizá ayudara más tarde que no fueron borbones quienes suprimieron nuestro fuero aragonés, sino un Austria pelín terrorista (Felipe II), lo que quizá ayudó a que abundaran ilustrados y liberales más que los abundantes carlistas que pululan por la piel de toro.

De hecho, en Zaragoza aún se celebra con fiestas en los parques la “cincomarzada”, fecha que recuerda la derrota que los zaragozanos infringieron a los carlistas procedentes de Cataluña (Gandesa).

Por cierto, ahora que el estado de derecho español debe pedir perdón por todas las felonías históricamente perpetradas requiero a Pedro Sánchez que pida perdón por el ajusticiamiento del Justicia de Aragón en el siglo XVI.

Sostenía Ramón y Cajal, nacido aragonés aunque muerto navarro, quizá porque a algún político le conviniera cambiar el mapa electoral: “Amemos a la patria, aunque no sea más que por sus merecidas desgracias”.

Otro filósofo de su tiempo aseguraba que si las izquierdas hubieran gritado algún “viva España” les hubiera ido mejor. Probablemente exageraba e ignoraba razones culturales, económicas y de clase que estaban tras el conflicto civil que nos empreñamos en rememorar. Pero, por si acaso, Carrillo plantó la bandera el día que pudimos empezar a pensar en una patria constitucional.

Pero eso, ya se sabe, fue en la traidora transición que anegó los viejos anhelos de los varios fueros. Dónde va a parar: “Dios y leyes viejas” suena mucho más moderno que un estado de derecho.

En consecuencia y puestas las cosas en su sitio, desde hace años, se celebra el 12 de octubre el “día del silbido nacional” que nos empeñamos en rememorar año tras año.

Naturalmente, el silbido es acompañado de las correspondientes decisiones políticas. El estado liberal español nació gracias a la Guardia Civil, Correos y el Ferrocarril. En un cuadro de diputados venales y cuneros, éstas eran las únicas instituciones -la seguridad y las comunicaciones- que representaban en todas partes al Estado.

Es por eso que conviene poner fin a tal atraso: La Guardia Civil debe ser retirada; Coreos ya no existe prácticamente y tenemos que trocear el ferrocarril en infinitas “rodalíes” (cercanías) que hagan desaparecer cualquier atisbo de servicio público estatal del mercado político y social.

España no era bonita, ni diversa, ni sorprendente: simplemente, no existía y nos hemos engañado escribiendo grandes odas y mejores gestas para ocultar su ausencia.

Don Luis Aragonés, cuya patria era Hortaleza, que no era progresista, pero sí muy listo, bautizó a la selección campeona de futbol como “La roja” (cosa que por cierto molestó mucho a los chilenos, que esos si eran La roja de toda la vida). Quería el sabio que no se le rebrincara nadie ni le silbaran el himno cuando recorría los campos de futbol.

“España camisa blanca de mi esperanza. Buscando… donde entendernos sin destrozarnos, donde sentarnos y conversar”. Lo escribió Blas de Otero, que al citar a España queda convertido en reaccionario, cosas de la vida.

Probablemente, ustedes crean que el cronista también lo es. Pero me pasa como a Monterroso: “cuando se despertó, el dinosaurio todavía seguía ahí”: tenía forma de silbido nacional y lema carlista, de desprecio constitucional. Pero todo, naturalmente, será para bien, faltaría más.

 

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