Seis de diciembre. Hace 47 años, los españoles, por una vez, hicimos lo mismo y a la vez, como en la fiesta de fin de año. Referéndum constitucional, apoyo mayoritario: ni los vascos se atrevieron a aguarnos la fiesta del todo. Hace 47 años, nuestra Constitución era, probablemente, la más progresista de las democracias occidentales; probablemente, lo sigue siendo. Entonces se votaba con 21 años, a partir de aquel día fueron 18. Muchas libertades se pusieron blanco sobre negro. Parte de nuestra lucha estaba allí. Yo voté sí… y no me arrepiento.
Que necesita retoques es obvio, pero nada que, en realidad, haga sentirse incompatible a nadie con ella. De hecho y paradójicamente, todos los que la niegan, la reclaman todas las mañanas en nombre de derechos, a veces reales y necesarios, a veces pertenecientes a la ficción de los adquiridos que no se sabe cuándo se adquirieron, a veces, simplemente, inventados.
Las élites españolas, sus terminales políticas y mediáticas, muestran sorprendentes comportamientos. El periódico portavoz del progresismo global, liberal entre los liberales, primero de la fila del constitucionalismo, eso sí antaño, no dedica ni una nota en portada al evento. Titula con la estrategia de seguridad de… Estados Unidos. Una columna de opinión, que no editorial (Elon Musk, la violencia machista y El Asad, merecen más atención), dice que goza de más apoyo del que debiera, más o menos, “resiste” es la palabra usada.
El periódico de la competencia tampoco se sale. Da cuenta de una encuesta que contradice la resistencia proclamada por el anterior. Se escribe: “La Carta Magna, herida: el 52% de los españoles ya no la cree válida. Vox se suma al desapego de la izquierda y de los nacionalistas e independentistas”. Aquí sí hay un editorial reclamando la revitalización de consensos básicos.
He aquí pues la cosa: este país no puede celebrar su historia, en realidad carece de fiesta nacional y tampoco celebra la Constitución más longeva de nuestra historia. El desapego nace, no de los que nunca la quisieron (la tradición que representa VOX), sino fundamentalmente de quienes la necesitábamos: la izquierda y los nacionalistas.
La contaminación populista del PSOE ha sido determinante para que se entienda la Constitución vigente con una prolongación del franquismo, como si la gente no hubiera tenido nada que ver con la cosa. Los modelos educativos (desde la afamada EGB al actual) han dado cuenta a dos generaciones de lo que pasó y lo que se necesitó.
La memoria democrática parece acabar donde empieza nuestra época constitucional, los ejercicios semánticos para encontrar un modelo de soberanía que se ajuste a la resistencia en el poder, aun a costa de la división de poderes, y el cabreo de los hijos empobrecidos de la clase media explican el deterioro del apoyo de las izquierdas a la Constitución. Además del tonteo de la izquierda con el independentismo, que ya no es federalismo, sino vaya usted a saber lo que toca.
No cabe duda, la Constitución no es inamovible. Pero conviene apelar que tiene sus propias normas de reforma total o parcial. Si la reforma afectara al título preliminar (como en algunas ocasiones hemos oído hablar a ministros y ministras de “actualizar” por ejemplo en el caso del blindaje al aborto), debiera ser aprobada por cada una de las Cámaras, por mayoría de dos tercios, llevaría consigo la disolución de las Cortes y la celebración de nuevas elecciones generales. No parece que haya condiciones.
Lo que nos enfrenta al problema crucial de la política española: ¿queremos respetar las reglas? Sabemos que hay unos que no (independentismo catalán y los escondidos), que los radicales de extrema derecha tampoco. Que los populistas de izquierda, los “pata negra” y sanchistas contaminados, juegan a hacerlo por la puerta de atrás.
Frente al poder de las élites y el maniobrerismo político, las sociedades contemporáneas se enfrentan a la necesidad de defender las reglas –una parte de las nuestras están en una Constitución, se siente-.
Por más que parece evidente que deberíamos acordar algunas reglas más. Todos los intentos de regeneración política y ética han fracasado, mostrando que la izquierda no tiene superioridad moral en este campo ni en ningún otro, probablemente. Un sistema electoral que deviene atrabiliario en la nueva composición social. Los bloqueos para cambiar de gobierno a quien no dispone de mayoría legítima parlamentaria. El terreno de la igualdad. El final del “salazarismo”, el feminicidio y el abuso sexual. La necesidad de aumentar el concierto institucional y territorial.
Son cosas que hemos demostrado, por nuestra incapacidad de consensos básicos, que nuestra norma no atiende. De las 28 reformas que en el pasado se intentaron, solo tres han triunfado.
En el mundo del “tecnocesarismo” que viene, mezcla de oligarcas, autócratas y monopolistas del algoritmo, la reconstrucción de reglas aceptadas por la mayoría social es un camino necesario. El problema es que ése no es un camino fácil ni inmediato, requiere abandonar los muros tendidos entre los demócratas, superar el patrimonialismo de la verdad histórica, políticas que reintegren al universo democrático a quienes se sienten excluidos por la ausencia de diseminación de la riqueza y más tolerancia e igualdad que identitarismo.
La Constitución del 78 nos dio armas para ello y sobre todo nos dejó en herencia una cultura política que ahora es gratis despreciar. Dejo un último consejo para la reflexión constitucional. En tiempos de inteligencia artificial, cuídense de la estupidez natural: es más peligrosa.



