Fue una pieza muy codiciada durante años por un montón de asesinos. Habrían exhibido su cabeza con gran algarabía y jolgorio como un tributo cobrado para lo que llamaban la causa vasca. En las cárceles se habrían juntado los presos terroristas para descorchar champan y pedir langostinos. Como hicieron tantas veces cuando a los legales, los comandos no fichados por la policía, les salía bien una ekinza, o sea una acción terrorista con asesinatos.
Porque para ellos el primer crimen perseguible de oficio cometido por José Mari Calleja fue ese, llamarles por su nombre, sin circunloquios asépticos, sin sinónimos acobardados: asesinos. Y claro eso dolió y mucho. Y más dicho desde los informativos de la ETB, la televisión autonómica, pagada por el pueblo vasco.
Pero no ha habido siniestro gudari, de los que entonces se hacían llamar así, que se lo haya llevado por delante. Tampoco lo ha logrado callar ningún intolerante de los muchos que ahora se adueñan de las redes sociales. La pieza se la ha cobrado un virus aún más letal que los terroristas, un ente abstracto, intangible, que no distingue entre unos seres humanos y otros, piensen lo que piensen o enarbolen la bandera que enarbolen.
El bicho tan dañino ha hecho el trabajo de los hierros. Vive del factor sorpresa y es inedintificable hasta que te ha atrapado. Hace callar a unos y a otros sin escucharlos ni importarles cuál era su mensaje: la especie humana humillada hasta su debilidad original. La ciencia y la tecnología de la que estamos tan orgullosos han involucionado de golpe hasta mediados del XIX siendo sometidas a la dictadura de la selección natural de Charles Darwin.
Me perdonará Ramón Gener, fantástico y admirado divulgador musical, si le plagio alguna de las ideas de su excelente libro “El amor te hará inmortal” (Plaza&Janés, 2016). Pero al buscar una explicación a esta siniestra paradoja no encuentro otro camino que el de adentrarme como él en los misterios del destino. Ante lo inexplicable de la muerte, su libro sugiere la meditación sobre la acción callada e inapelable de las moiras de la mitología griega, las deidades del destino.
No sé si los caprichos del virus al llevarse de esta manera inopinada a un periodista que tantas veces se jugó la vida por contar la cruda realidad tienen razón de ser en el telar de la diosa Cloto, que tejería los hilos de la vida de cada humano. O pueden entenderse sus letales efectos elucubrando sobre la longitud de la vara de medir la existencia de cada humano que en la Antigua Grecia creían que manejaba su colega Laquetis.
Al final me siento igual de ridículo resignándome ante lo imponderable sin ser capaz de argumentar ante los que creen en los designios fatales de cualquier dios. Siguiendo sus mitos y leyendas, los griegos escogieron a la moira Atropos para la siniestra función de decidir el cómo y el cuándo se cortaba el hilo de la vida. No cabe duda de que este virus en breve será al menos leyenda, una cierta leyenda negra.
Maldita paradoja. Al hombre al que durante años salvaron la vida sus arriesgados escoltas, no le han podido proteger ahora los fármacos y los cuidados de los héroes con escafandra que lo han tratado hasta el final en un hospital. Sin sospechar que pronto debería encontrarse con ellos, sin saber sus nombres, José Mari Calleja les había dedicado un emocionado homenaje en el último de sus artículos. En ese texto seguía manifestando su fe en la reacción solidaria de los seres humanos personificada en los vecinos que desde sus ventanas, terrazas y balcones compartían con él el aplauso de la ocho de la tarde.
Cruel lógica la que nos ha impedido el velatorio para despedirle. Hacer lo mismo que él hizo tantas y tantas veces, tantos años, acudiendo a intentar consolar a los allegados de las víctimas de ETA y a solidarizarse con ellas, rebelándose contra la barbarie sin distinguir el credo político del abatido. José Marí nos ha enseñado toda su vida que ante el terror y el asesinato no podía haber periodismo neutral sino rebelión democrática.
Junto a los hermanos Landáburu, Gorka y Ander, promovió en Euskadi la movilización de los periodistas frente al horror. Aprendí mucho de estos compañeros del metal disfrutando con ellos de esta profesión en CAMBIO16.
Me imagino su desazón cuando el Gobierno Vasco publicó una amplia encuesta que dice que el 47 por 100 de los universitarios vascos no saben quién fue Miguel Ángel Blanco o que más de la mitad ignoran la salvajada de Hipercor, que se cobró 21 vidas. Menudo disgusto para quien consagró gran parte de su vida a estar con las víctimas de esta barbarie, a consolarlas y prestigiarlas. Intentó por todos los medios que ofrece esta profesión que no caiga en el olvido su sacrificio y que nadie intente borrarles de la historia de este país, del relato de la España que padeció más de cuarenta años aquella cruenta e injusta batalla.
Habrá que seguir luchando, ahora que ya no contamos con su empuje, su entusiasmo y su valentía, para que este país no olvide. Porque a la pelea de los años de plomo que marcaron su vida sucede ahora la guerra contra la pérdida de la autoestima y la desunión. Algo que trató de combatir in extremis escribiendo su último libro, “Lo bueno de España” (Planeta 2020). Trataba de insuflarnos moral contra la leyenda negra que nos quiere crear el independentismo. Seguro que utilizaría los mismos razonamientos para enfrentarse a quienes con la nueva pandemia aplican las mismas fórmulas de división de los años de plomo. Estaría en primera línea contra quienes quieren que, otra vez, nos arrojemos las víctimas a la cabeza los unos a los otros, aunque ahora sean los muertos por un virus, no los del terrorismo de los humanos.
Nos haces mucha falta José Mari para movilizar de nuevo al personal y frenar a tanto exaltado en este maldito año de la pandemia, más cruel aún que aquellos años de plomo que tanto padeciste. Porque siempre fuiste un imprescindible, de los que “luchan toda la vida” que decía Bertolt Brecht.