El País, diario global del progresismo, ha descubierto, supongo en rigurosa exclusiva, “una tormenta en el coste de la vida”. No malentiendan mi ironía. Soy muy partidario de que la gente descubra que en los casinos se juega, es un camino para aceptar la existencia del lado oculto de la Luna, por encima de cualquier terraplanismo, incluso fiscal o económico.
Sin otro ánimo que ayudar al editorialista de El País, les propongo una reflexión sobre el estado reciente del debate económico, que hace tiempo ha señalado la latente crisis de precios y ya está en otra pantalla. Les haré un spoiler: se sospecha que la persistencia en el modelo productivo español tiene rasgos inflacionarios también persistentes.
Voy a ello, enseguida, pero, en primer lugar, hay que decir que el crecimiento basado en consumo, población e inflación no molesta al Gobierno. La razón: el pago de la deuda. La inflación es una forma de impago. Por ejemplo, es lo que le está pasando a Trump con los que le compraban bonos, en la medida que la inflación devalúa los rendimientos de los bonistas, no se los compran, suben otros activos, baja el dólar. El coste de la deuda española prevista estaría, en estos momentos, por debajo de la inflación.
El crecimiento, vía consumo y población, no solo rebaja artificialmente los estándares exigidos de prudencia fiscal –el porcentaje de endeudamiento- (la Unión Europea sitúa el porcentaje español en el 97% del PIB en un par de años). También, vía recaudación, permite presumir de superávits fiscales antes del pago de la deuda y pagarla, pensiones mediante.
Vayamos al asunto. España crece porque somos más trabajando, no porque los que trabajan produzcan más. El producto por ocupado está a nivel de la prepandemia (2019). Esto quiere decir, lisa y llanamente, dos cosas: primero, que el crecimiento del PIB no producirá convergencia con Europa en materia de PIB por habitante y, segunda, que el crecimiento, dado el invierno demográfico que aquí se ha comentado hace poco, depende, ahora, de empleo poco formado y en sectores poco productivos: o sea, bajo salario y vulnerabilidad a los precios. “La tormenta en el coste de la vida”, recientemente descubierta.
Hace prácticamente dos años que el cohete económico empezó a vislumbrar la cara oculta de la Luna. A medida que se ampliaba la diferencia del crecimiento con la Unión Europea, crecía también el diferencial de inflación, especialmente a partir de la primavera. Desde enero de 2004, el IPC español ha crecido un 5,8%, mientras el europeo lo hacía en un 4,9. Es decir, nuestro crecimiento nos hace menos competitivos, una amenaza.
Tomen aquí nota de dos cosas. El calentamiento económico propiciado por la demografía y el consumo provocaría, en ausencia de la Unión Europea, una subida de los tipos de interés y una devaluación de la moneda. Es decir, tenemos dos fundamentos sobrevalorados.
Que esto siga siendo así nos coloca en la tesitura de mantener la presión sobre el sistema de pensiones (bajos salarios, pero compromisos de pensiones), necesidad de más servicios públicos en sanidad y vivienda y limitaciones a los salarios y al propio crecimiento por baja productividad.
Nuestro crecimiento se ha desequilibrado. El motor externo apenas funciona y el consumo de las familias es el determinante. Como no podemos ahorrar, consumimos. Más allá de los juegos con las estadísticas del empleo, favorecidos por las “trampillas” iniciadas con la reforma laboral, el empleo como el crecimiento ha crecido. No hace falta no reconocerlo para expresar preocupación. El cambio de patrón en el crecimiento (menos sector exterior, menos inversión) hace que la inmigración nos haya dado, según el Banco de España, más de la mitad del crecimiento del PIB.
Esto determina un tipo de empleo concentrado en hostelería (75% de contratación de inmigración), Construcción (68% de contratación). Y otros sectores intensivos en mano de obra extranjera como la logística y los servicios a empresas. Todos ellos con salarios inferiores a la media. Los españoles se desplazan hacia sectores como la educación y la sanidad.
Este tipo de movilización demográfica determina los aumentos de consumo, que hacen que las cadenas de suministro y producción no produzcan todo lo necesario y coloquen a la inflación como una amenaza persistente, produciendo la vulnerabilidad de aquellos que están produciendo.
Un círculo poco virtuoso, pero condenado a reproducirse, salvo que vuelva a aparecer la sombra del estancamiento o de la expulsión de inmigración, como ocurriera en la crisis financiera.
Un exceso de oferta laboral en el futuro podría no ser acompañado por la demanda: la moderación del turismo amenaza una inflexión en el mercado laboral, así como cierta limitación a la capacidad productiva derivada de la debilidad de la inversión, especialmente extranjera, en sectores que funcionan al límite de capacidad y no pueden ampliar plantilla. La vivienda es, sin duda, otra amenaza al crecimiento.
Los servicios, la energía y los alimentos frescos aumentan sus precios. El empuje de la actividad basada en el consumo produce este tirón. En alimentos tenemos factores internos, el menor grado de competencia en la cadena de distribución, alguna furia regulatoria y verde excesiva, junto a fenómenos globales, como la demanda asiática (carne o café), por un poner. Naturalmente, existen factores climáticos o temporales, pero hay muchas ineficiencias de mercado. Los huevos son un buen resumen: de septiembre a octubre subieron un 5%, sí, la gripe aviar, pero en el último año suman un 22%. Por cierto, antes de que hablen de controles de precios, olvídenlo; nadie piensa en ello.
Parece difícil encontrar que nuestro crecimiento reduzca inflación a corto plazo, sin peligro laboral . En lo inmediato, el camino es más tormenta en la cesta de la compra y menos competitividad. Estamos a punto de perder la oportunidad de que los recursos europeos hayan servido para algo. No desesperen, pronto alguien descubrirá que advertir sobre la cara oculta de la Luna también es de izquierda, aunque no populista.



