La hora nona: el lado brillante de la vida y el potaje

Conviene dejarlo claro: el hijo de Dios padeció tres juicios durante la noche pasada en los que no tuvo garantías, los ministros del Sanedrín insistieron en su muerte, los romanos se lavaron las manos y fue sentenciado, coronado con espinas y flagelado, antes de ser crucificado.

No se recuerdan manifestaciones en defensa de los derechos humanos ni devotos resistiéndose. Bach, un Viernes Santo de 1717, había pasado algo de tiempo, parece que estrenó su Pasión según San Mateo, tres horas de dramática música que rememora la pasión y que, se cuenta, los oyentes deben escuchar en silencio, no se sabe si en señal de respeto al autor o al protagonista de la historia.

Es allí y no en la crucifixión en donde escuchamos al coro: “Sin ti habríamos desesperado. Compadécete de nosotros”.

O sea, todo de una finura imperial solo equiparable a la de los ministros del Sanedrín judío que, al parecer, se han reencarnado en Netanyahu u otros parecidos.

Una vez en la cruz, el hijo de Dios pronuncio siete frases, según Mateo y Lucas, de las que sólo una era humana: “Tengo sed”. A los crucificados solía dárseles agua y vinagre a modo de analgésico; el resto era una conversación con su padre celestial, que no pareció hacerle mucho caso en aquel momento.

Si ustedes se preguntan por qué en España hay cofradías que se llaman de las “Siete Palabras”, ya lo saben. Siete frases son muchas si uno ha tenido que arrastrar una cruz a lo largo de la Vía Dolorosa camino al Gólgota, por mucho que el Cirineo le ayudara a arrastrarla.

El caso es que una vez puesto en la cruz todo se volvió absolutamente dramático. Incluso en Mantua conservan una esponja y lanza de Longinos con la que, al parecer, alivió la sed del crucificado, y luego le clavó la lanza para mostrar que había muerto. Una hora nona, que viene a ser entre mediodía y las tres de la tarde, de la que se acordará el redentor año a año.

Juan, que era el favorito de Jesús y de María, un poco enchufado el muchacho parecía, ensalza en sus textos de Éfeso a Longinos que, a pesar de la lanzada, llegó a ser santo. Juan se fue donde los turcos, donde se fue con María, una vez que Jesús se había ido con su padre.

Los ingleses de Monty Python nos aconsejan que, en situaciones parecidas, observemos el lado positivo de la vida (Always look on the bright side of life). Ustedes mismos, pero sospecho que el humor británico no será captado por los pueblos semitas (palestinos incluidos) en toda su finura. Por allí hace tiempo que se matan de forma poco brillante.

Dicho esto, vamos a ver: Longinos fue aparentemente caritativo, pero la lió parda. Podía haberlo hecho con cierta discreción: la cosa es que, por siglos, cruzados, templarios, malvados sicarios iluminados, nazis, buscadores de tesoros e Indiana Jones han buscado la lanza que no acaba de aparecer para cambiar, se supone, el orbe conocido.

Hay que reconocer que Longinos inventó el merchandaising eclesiástico. No sólo tenemos esparcidas por el mundo tantas partes de la lanza, poco creíbles, como para llenar la Rendición de Breda de Velázquez.

Sábanas Santas aparecen por todo el mundo, sin que siquiera la que tiene concedida la denominación de origen sepamos si es verdadera. Hay tantos cachitos de la cruz en las catedrales que podríamos construir centenas de cruces santas.

Y por qué no hablarles del Santo Grial, la copa de la última cena: hasta diez copas se reclaman en el mundo el derecho a ser consideradas recipiente sagrado.

España, naturalmente, encabeza la clasificación: tenemos el de la Catedral de Valencia (muy probablemente robado a los aragoneses); tenemos el de Doña Urraca, en la Catedral de León, y para que no digan que la santidad no atiende a la España despoblada tenemos otro en Cebreiro (Lugo). Algunos ya sabemos hace tiempo que en Europa no hay quien nos gane a copas.

La Iglesia nunca ha puesto pegas a tanta santidad repartida por el mundo. No es que atienda a las rentas turísticas del capitalismo monopolista. No; es que es partidaria de los mercados descentralizados. Sin embargo, el Vaticano ha sido menos comprensivo con otras prácticas y alumbrado no pocas prohibiciones que resultarían extrañas a ojos de la vieja eucaristía.

Las prohibiciones siempre promueven la imaginación popular. Prohibida la carne para ser tomada en viernes de Cuaresma, en memoria del triste día que hoy vivimos, por la muy santa Iglesia Católica, ningún invento mejor para resolver tal cosa que el potaje de vigilia.

Si a la prohibición le añaden la valentía de los vikingos y vascos para la pesca del bacalao, el no menor ingenio del inventor de la técnica del salazón y el cultivo de garbanzos y espinacas, ahí tienen un glorioso producto del siglo X. ¿Quién dijo que la edad media fue un tiempo oscuro?

El bacalao cambió la historia del mundo y la gastronomía, hasta que la llegada de la revolución industrial y el ferrocarril hicieron innecesario secar y salar un producto que sobrevive en este potaje que le recomendamos. Herencia de la Iglesia y la Cuaresma.

Entretanto, eso sí, el rigor católico regaló un nicho de mercado a los pescadores vascos que se hacían más ricos a cada viernes de vigilia que pasaba. Por supuesto, ocultaron siempre los caladeros en los que pescaban o los proveedores ingleses a los que compraban el ansiado producto, no fuere que algún obispo, ministra de Hacienda o rey marroquí pusiera tasa al producto.

Los vascos también pescan donde quieren. Ellos también encontraron el lado brillante de la vida.

 

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