La partitocracia, contra la democracia: así secuestran los apparátchiki la voluntad popular

España vive un curioso fenómeno en el que, en apenas medio siglo, ha pasado de una férrea dictadura militar a un secuestro de hecho de la democracia protagonizado por los ‘aparatos’ de aquellos partidos que debían defenderla. El problema no es nuevo, ciertamente: viene de los debates y acuerdos constitucionales de 1977 y 1978; pero, hoy, el secuestro de la democracia por unos apparátchiki autoritarios e irresponsables nos arroja a una pendiente de consecuencias muy peligrosas. Como resultado, la democracia está más en peligro que nunca.

En enero de 2018, el sociólogo y politólogo alemán Yascha Mounk advertía en su libro El pueblo contra la democracia que nuestro mundo parecía haber entrado en ebullición: varios populismos autoritarios habían accedido al poder en países como la India, Polonia o Estados Unidos, lo que planteaba un problema mundial por la importancia del gigante norteamericano, conducido por un personaje carente de reflejos dialécticos como Donald Trump. Mounk, que proviene de la socialdemocracia alemana, era consciente del valor de lo que relataba en su libro porque, entre otras cosas, era profesor asociado de práctica en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins, en Washington D.C.

Pese a aquella advertencia, el populismo radical llegaba a España tan sólo unos meses después de la aparición del libro de Mounk, y lo hacía de la mano de un Pedro Sánchez que había vuelto a hacerse con las riendas del PSOE, de donde había sido expulsado como secretario general, y que, con una asociación con el populismo estalinista, el progolpismo catalinista, el nacionalismo separatista del PNV, el filoterrorismo secesionista vasco de Bildu y algunos grupúsculos oportunistas ganó una moción de censura a Mariano Rajoy, la primera que se ganaba en democracia.

El resto de la historia es conocido: España entraba en el nada selecto club de los populismos –unos de extrema derecha, como en Estados Unidos o Polonia; otros de extrema izquierda, como Venezuela o Nicaragua-, que se haría más patente que nunca con el ‘gobierno Frankenstein’ que Sánchez y el podemita estalinista Pablo Iglesias formaron tras las elecciones de noviembre de 2019.

A partir de ahí, en España, el populismo de corte estalinista –que protagoniza la cúpula de Podemos, con Iglesias, Montero, Belarra, Enrique Santiago, Yolanda Díaz, Alberto Garzón…-, aliado con el personalismo populista de Sánchez y el ‘aparato’ ad hoc que éste último creó para mantener amordazadas a las bases y agrupaciones del PSOE, nos ha querido conducir a un intento de asalto de la democracia similar al protagonizado por Hugo Chávez y Nicolás Maduro en la Venezuela bolivariana de la que surgieron las tesis de Iglesias, Errejón y Monedero.

El primer intento de asalto al poder fue el de gobernar por Decreto Ley, con un uso y abuso tal de ese instrumento que obvió al Parlamento, secuestrándolo de hecho de su labor controladora como uno de los contrapoderes de los que se vale la democracia.

El segundo intento lo constituyó el asalto al poder judicial, pretendiendo cambiar de forma no constitucional una elección del órgano de gobierno de los jueces que sólo la acción decisiva de Bruselas consiguió frenar. Este último punto por sí mismo debería hacernos reflexionar, porque ni la oposición en su conjunto –PP, Vox, Ciudadanos, UPN, CC…-conseguían parar este golpe contra otro de los contrapoderes de la democracia. Hubo la necesidad imperiosa de que los constitucionalistas acudieran a Bruselas en petición de ayuda.

A partir de ahí, el llamado ‘gobierno Frankenstein’ comenzó a abusar del Boletín Oficial del Estado, ese instrumento que tienen los gobiernos para afianzar su poder a través de subvenciones de supuesto bien público pero que pueden fomentar clientelismos al estilo de los que había en la España caciquil de finales del XIX y principios del XX. Y no sólo eso: contrataciones masivas como asesores de maridos, mujeres, amiguísimos, primísimos o familiares de cualquier grado, o el aumento inusitado, increíble, de subvenciones millonarias a organizaciones hembristas próximas a la podemía, a medios de comunicación ‘amigos’ o a sindicatos ‘dóciles’, que viven un romance rosa de Costa Azul con el gobierno populista pese a la desastrosa situación económico-social que vive el conjunto de la población española.

Completar esa lista de decisiones autoritarias, de acciones tan alejadas de las promesas electorales y del sentir de una gran cantidad de gente sería demasiado prolijo: sólo para enumerar las mentiras de Sánchez y de su equipo se necesitarían varios capítulos, muchos más de los que conforman la tesis doctoral por la que le dieron el cum laude a Pedro Sánchez. Pero, en el fondo, lo que ocurre en España no es más que un reflejo cada vez más distorsionado de la mezcla explosiva entre partitocracia y populismo de izquierda.

En términos generales, la partitocracia significa simplemente ‘el gobierno de los partidos políticos’, algo que está conectado intrínsecamente con el empoderamiento de los apparátchiki, pero en España es mucho más: es el resultado del fortalecimiento en nuestro país de los partidos desde 1978, un proceso que ha sido continuo y cada vez más intenso, ha dado como resultado que el presidente del gobierno se hay convertido en un personaje con muchísimo más poder efectivo que otros jefes de gobierno de la Unión Europea.

Si echamos la vista atrás, incluso sin una mayoría absoluta de su respectivo partido en el Congreso de los Diputados (como fue, por ejemplo, la experiencia de Zapatero en sus dos legislaturas, o la de Aznar en su primera legislatura, o la del propio Sánchez en la actualidad), el presidente del gobierno español concentra un poder ilimitado. Controla el gobierno, y con él el BOE, dándole el máximo poder en la economía, la iniciativa legislativa, la defensa, el orden público, la Fiscalía y el resto de sectores de la sociedad. Además, un gobierno populista intenta siempre neutralizar al asalto los contrapesos de la democracia –legislativos y judiciales- y comprar o amordazar a los medios de comunicación y a los sindicatos, que deberían velar por los intereses y el bienestar de trabajadores, parados y jubilados. En la práctica, el populismo ha conseguido de una manera u otra el silencio de los grandes medios de comunicación social y la mansedumbre sindical.

Por si eso fuera poco, el presidente del gobierno, que es también el máximo dirigente de su partido político, lo domina por completo por la elaboración de las listas electorales y la designación de los cargos de responsabilidad, tanto en el partido como el gobierno, con lo que ello representa para su curul personal. Se garantiza a través del ‘aparato’ la fidelidad personal gracias a lo señalado anteriormente, algo que le permite el actual sistema glorificado por una Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG) creada para salir de una situación peligrosa en un momento determinado, y también para satisfacer egos personales, pero que ahora es un freno o un lastre para la consecución de una democracia plena.

Esas prebendas que puede ofrecer directamente el presidente del gobierno para asesorar al ejecutivo, o indirectamente para ocupar cargos electivos, desprenden una escasa o nula democracia interna en los partidos, que se basan en el “dedo divino” o en el “cuaderno azul” de cada máximo dirigente, donde se castiga a los díscolos y se premia a los aduladores, aunque sean los peor formados, cultural e intelectualmente hablando.

La LOREG, que tanto la derecha conservadora como la izquierda se muestran muy interesados por mantener en vigor en sus actuales términos, mantiene alejados a los diputados de sus representados, una financiación pública excesiva y contraproducente de los partidos y sindicatos y un reglamento del Congreso de los Diputados que establece el protagonismo del “grupo” frente a la ética personal. Todo esto en su conjunto explica parte de lo que ocurre en España, donde el sistema puede acabar en algo tan bochornoso, por no usar otra palabra más directa y representativa, como lo que ocurre en Venezuela.

Los grupos parlamentarios constituyen así una burocracia que anula la iniciativa personal del diputado, permite e impulsa que un “no bachiller” cualquiera lea un cansino discurso desde la tribuna y se quede tan ancho. Nos enfrentamos, pues, a una devaluación y vulgarización progresiva, aparentemente imparable, de nuestras elites y de nuestro sistema político democrático que está pidiendo a gritos una rectificación.

En este contexto, el que el prestigioso The Economist ha denunciado que la España del ‘gobierno Frankestein’ de Sánchez ha pasado de una ‘democracia plena’ a una ‘democracia defectuosa’. Para The Economist, nuestro país protagoniza la mayor bajada del mundo en la clasificación en la escala de corrupción de transparencia internacional. Es un aviso muy serio que nos debería hacer reflexionar.

 

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