Lorca en el corazón

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El asesinato de Federico García Lorca constituye uno de los actos más notorios de cainismo, odio y rencor perpetrado en la España de hace 80 años. Junto al resentimiento político y la crueldad, sus ejecutores también llevaron hasta las últimas consecuencias la homofobia de quienes aborrecen la diferencia entre los seres humanos.

Lejos de ensombrecer la vida y obra del poeta de Fuentevaqueros, sus enemigos consiguieron catapultar el mito hasta hacerlo universal.

Aberraciones y premonición

“Quién es capaz de cometer un crimen tan inexplicable contra el escritor más amado, querido y alegre de su tiempo”, escribió su gran amigo Pablo Neruda, para quien el suceso fue el más doloroso de su larga lucha.

Ni las acusaciones de socialista y masón, de defensor de la Republica, espía de Moscú o la más execrable de homosexualismo, como rezaban los infames documentos oficiales justifican una aberración semejante de la que el propio autor del Romancero Gitano tuvo hasta dos premoniciones.

La primera, la dejo escrita de manera conmovedora y magistral el premio Nobel chileno, en sus memorias, Confieso que he vivido:

“Una vez que volvía de una gira teatral (Federico) me llamó para contarme un suceso muy extraño. Con los artistas de ‘La Barraca’ había llegado a un lejanísimo pueblo de Castilla y acamparon en los aledaños. Fatigado por las preocupaciones del viaje, Federico no dormía. Al amanecer se levantó y salió a vagar solo por los alrededores.

“Hacía frío, ese frío de cuchillo que Castilla tiene reservado al viajero, al intruso. La niebla se desprendía en masas blancas y todo lo convertía a su dimensión fantasmagórica. Una gran verja de hierro oxidado. Estatuas y columnas rotas, caídas entre la hojarasca. En la puerta de un viejo dominio se detuvo. Era la entrada al extenso parque de una finca feudal. El abandono, la hora y el frío hacían la soledad más penetrante. Federico se sintió de pronto agobiado por lo que saldría de aquel amanecer, por algo confuso que allí tenía que suceder.

“Se sentó en un capitel caído. Un cordero pequeñito llegó a ramonear las yerbas entre las ruinas y su aparición era como un pequeño ángel de niebla que humanizaba de pronto la soledad, cayendo como un pétalo de ternura sobre la soledad del paraje. El poeta se sintió acompañado. De pronto, una piara de cerdos entró también al recinto. Eran cuatro o cinco bestias oscuras, cerdos negros semisalvajes con hambre cerril y pezuñas de piedra.

“Federico presenció entonces una escena de espanto. Los cerdos se echaron sobre el cordero y junto al horror del poeta lo despedazaron y devoraron. Esta escena de sangre y soledad hizo que Federico ordenara a su teatro ambulante continuar inmediatamente el camino”.

Fábula de los tres amigos

Tres meses antes de la guerra civil, Lorca contaba esta historia a su amigo Neruda “transido de horror”. El propio poeta también se mostró obsesionado por su vida siete años antes, en este fragmento de la Fábula y rueda de los tres amigos, escrito en Nueva York en 1929:

  • Cuando se hundieron las formas puras
  • bajo el cri cri de las margaritas,
  • comprendí que me habían asesinado.
  • Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,
  • abrieron los toneles y los armarios,
  • destrozaron tres esqueletos
  • para arrancar sus dientes de oro.
  • Ya no me encontraron.
  • ¿No me encontraron?
  • No. No me encontraron.
  • Pero se supo que la sexta luna
  • huyó torrente arriba,
  • y que el mar recordó ¡de pronto!
  • los nombres de todos sus ahogados.
  • La indefensión de un inocente

El creador de La Barraca, la compañía de teatro ambulante con la que recorrió media España representado a los clásicos del siglo de Oro, fue fusilado junto a dos banderilleros y un maestro en el barranco contiguo a la “fuente grande”, en la carretera de Viznar a Alfacar.

En los días previos al suceso, Lorca se refugia en la residencia granadina familiar -la Huerta de San Vicente– donde con trémula obsesión pregunta a la niñera de sus sobrinos con quienes se rodea en los primeros días de agosto de 1936:

– Angelina, si a mí me mataran ¿lloraríais mucho?

– ¡Qué cosas tiene, señorito! ¡Siempre con esa manía!, le responde la criada.

El poeta había abandonado Madrid tras decirle al cineasta Edgar Neville: “Me voy a mi pueblo para apartarme de la lucha de banderías y salvajadas”.

La sensibilidad de Federico García Lorca iba más allá de su propia existencia. Prueba de ello es que toda su obra poética, desbordante y llena de misterio, que sólo permite amar al poeta y a la persona, parece escrita por un niño inocente e indefenso ante la crueldad de quienes le rodean.

“No soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja; sino un pulso herido que presiente el más allá”, dejo escrito el integrante más notorio de la Generación del 27 y de la Residencia de Estudiantes, el mayor foco de pensamiento y de creación del siglo XX.

En ella convivieron figuras como Buñuel, Dalí, Alberti, Pepín Bello, Guillén, Salinas, Bacarisse, Moreno Villa, Altolaguirre, Aleixandre, José Caballero, Ortega, Falla, Unamuno, Juan Ramón, Blas Cabrera, Eugenio d’Ors o Severo Ochoa, en una de las épocas más gloriosas para la cultura española.

A ella perteneció también Miguel Hernández, el mayor “ejemplo de vocación poética y ecléctica sabiduría verbal”, al decir del entonces Cónsul de Chile en España, verdadero dinamizador de la vida poética de la capital de España y en cuya casa se cobijó el escritor de Orihuela.

Tal diplomático y escritor no era otro que el autor del Canto General, Ricardo Neftalí Reyes Basoalto, o Pablo Neruda, que llegÓ A despedir así a su otro gran amigo universal:

“¡Que poeta! Nunca he visto reunidos como en él la gracia y el genio, el corazón alado y la cascada cristalina. Federico era una especie de resumen de las edades de España, del florecimiento popular, un producto arábigo-andaluz que iluminaba y perfumaba como un jazminero toda la escena de aquella España, ¡ay de mí!, desaparecida”.

 

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