Hace 28 años pasé un verano en Chula Vista, localidad californiana vecina a México. Recuerdo el shock que me produjo el cruzar la frontera. En contraste con la armonía de las bellas localidades norteamericanas de San Diego, La Jolla y Del Mar, Tijuana era una ciudad promiscua y caótica, mugrienta y lujuriosa. Mi mujer y yo, tomados por gringos, recibimos toda clase de proposiciones irreproducibles. Seis años después, en esa ciudad sería asesinado Luis Donaldo Colosio, quien iba a ser con toda seguridad el próximo presidente mexicano.
No sé cómo estarán las cosas ahora, pero entonces comprendí por qué varias compañías de automóviles no los alquilaban a quienes pretendían viajar al sur o si lo hacían era a tarifas exorbitantes. Comprendí, también, el temor de muchos estadounidenses conservadores a la porosidad de una frontera por encima de cuyas alambradas mínimamente disuasorias vi personalmente saltar a decenas de personas con total impunidad.
El de la inmigración ilegal ha sido un problema que los Estados Unidos nunca han sabido abordar, aparte de expulsar a los que puede, como esos tres millones de personas que ha devuelto Barack Obama en sus ocho años de mandato. En general, sólo existen controles rutinarios, como me sucedió a mí al pararme la policía de fronteras en Oregón (¡a mil kilómetros de Tijuana!) para ver si mis papeles estaban en regla. En su amabilidad, el agente de carretera que me retuvo, al ver que era español, se puso a hablarme ensoñadoramente de sus ancestros asturianos.
Al margen de las locuras y aberraciones fascistas de Donald Trump, esta vagarosa situación de los inmigrantes y la preocupación que genera son las que han dado la presidencia de Estados Unidos al estrambótico millonario neoyorkino. Y, resulte paradójico o no, bastantes inmigrantes legales, y muchos más de segunda o tercera generación están de acuerdo con sus tesis.
Recuerdo en una cafetería del interior del país haberme dirigido directamente en castellano al camarero quien, durante mucho rato, fingió no entenderme, pese a sus rasgos inequívocamente hispanos. “Es que -me dijo finalmente, en un impecable español- soy norteamericano y solo quiero hablar mi idioma”. Esta actitud no resulta tan insólita como pudiera parecer: mi propio primo Michael, nacido en Memphis e hijo de una cubana-española, no habla ni una sola palabra de castellano.
Sé que este rimero de recuerdos y de anécdotas personales no explica el cataclismo de lo que está sucediendo en Estados Unidos, pero creo que sí ayuda a entender la complejidad de una situación en la que todo no es blanco o negro, como algunos pretenden, sino que está llena de matices. Por desgracia, no parece que Donald Trump sea, precisamente, un dechado de finura conceptual y de capacidad de diálogo para poder apreciarlos.