Somos una gente maravillosa

solidaridad

Voluntarios españoles han traído a dos niños iraquíes para ser tratados de una grave afección hepática en A Coruña. Los chiquillos, refugiados en un campamento griego, no encontraban en ése ni en otros países de la Unión Europea la ayuda que precisaban. En España, sí.

Es que aquí hay una gente generosa y solidaria, capaz de ofrecer la ayuda desinteresada a los más necesitados. A cualquiera. Siempre. Al coste que sea.

El dinero nunca ha parecido ser una limitación para las prestaciones sociales en este país. Incluso, siempre nos ha parecido poco. Seguramente con razón. Por ejemplo, ahora que acaban de cumplirse ocho años del accidente aéreo de Spanair, se pide una revisión al alza de las indemnizaciones a las víctimas. Lo mismo que en el accidente ferroviario de Santiago o en el del metro de Valencia.

La generosidad es una actitud generalizada, ya sea con el dinero propio (como en las aportaciones personales tras terremotos y otros desastres colectivos) o con el ajeno, es decir, el público, el de todos, el que manejan nuestras Administraciones Públicas en diferentes auxilios sociales. Por ejemplo, pocos países han luchado más que éste en que se cumpliese la ayuda internacional con un 0,7 por ciento del PIB.

Nunca hemos sabido cuantificar nuestra bondad y nuestra solidaridad porque seguramente no son cuantificables. Pedimos cada vez más apoyos sociales, ayudas, subvenciones, asistencias, subsidios, prestaciones… o, al menos, que no se recorten a los más necesitados. Maravilloso. La única pregunta pendiente es: ¿de qué estamos dispuestos a prescindir a cambio de ello?

La verdad es que no se puede tener todo a la vez, incluido uno de los sistemas carcelarios más humanitarios del mundo. Como me decía una vez un delincuente marroquí: “Cuando a mí me detengan, que sea en una cárcel española. En ellas estoy mejor que en casa”.

Es una exageración, sin duda. Lo único que refleja es un alto nivel de inversiones en el bienestar (relativo) de los reclusos. ¿Cuál es el precio, insisto, de todo ello? ¿De qué estamos dispuestos a prescindir para mantenerlo? ¿Qué sacrificios nos atreveríamos hacer? Según fuese la respuesta, aún resultaríamos más maravillosos de lo que parecemos o, simplemente, unos modestos hipócritas.

 

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