Un agosto sin corbata (11): La daga alcanzó a Rushdie

A los fanáticos, autócratas y teócratas de todo tipo les persigue la inteligencia, pero ellos corren más. La inteligencia yace exhausta hoy en la camilla de un hospital de Nueva York, donde un fanático ha acuchillado a Salman Rushdie.

Treinta y tres años después de que un teócrata, que no había leído su libro, emitiera la correspondiente fatua que le condenaba a muerte, un matón, que no había ni nacido entonces, ha intentado asesinarle. El Gobierno iraní, en una muestra de lógica contundente, ha señalado que Rushdie es el culpable.

Andrei Sinyavsky, un escritor disidente soviético, trató de conmover al juez que le iba a condenar a un campo de trabajo, con un argumento incontrovertible: “lo más básico de la literatura es que las palabras no son hechos”.

Aunque Salman Rushdie hubiera escrito un panfleto antiislámico, cosa que por cierto no hizo, no hubiera sido un hecho que le hiciera merecedor de ninguna condena.

Leí Los versos satánicos en el 88; me resulto gracioso, como muchos de los chistes sobre vírgenes o santos que molestaban tanto a los fundamentalismos cristianos, bastante experimental, no me entusiasmó.

Naturalmente, cuando supe de la condena sandez del teócrata que a punto estuvo de meternos en la tercera guerra mundial, seguí leyendo, por solidaridad, sus libros. Sigue sin entusiasmarme, pero sigo despreciando a quién le ha condenado y le sigue condenando.

El ataque a Salman Rushdie me ha recordado que, aquí, en el modernísimo occidente, Saviano, el escritor italiano, sigue escondido, protegido, amenazado por la mafia.

En Enrique VI, Shakespeare, se refería a la lechuza que vuela de día como la imagen pavorosa de la muerte. “… como la lechuza cuando el día aparece”. La visita de esa lechuza es lo que contaba Saviano y yo les recordé en febrero de 2009 -hace 13 años-. El escritor decía: “mi vida está suspendida, cancelada, detenida”.

Abandonado, a causa de las amenazas de un clan de la Camorra, por muchas gentes y amigos se notaba la pesadumbre de quién lamenta la injusticia de todas las condenas a muerte. Para los fanáticos no pasa el tiempo, habrá pensado estos días Saviano, recordando cómo Rushdie había decidido ser alegre y libre.

Aquí les escribí no hace mucho sobre prohibir libros. Quizá vuelvan, les decía, aquellos tiempos en que los trovadores cantaban los sucedidos, porque nos dará miedo poner la verdad en papiros, pergaminos o papel. Quizá vuelvan los tiempos en que los autócratas, como en Sarajevo o Kabul y tantas otras ciudades, lo primero que queman son las bibliotecas.

Resulta extremadamente doloroso que el mundo árabe, que nos dio desde el ajedrez a la poesía, desde la medicina a las matemáticas, trajo en sus pateras a los filósofos griegos, sean ahora los maestros de la persecución del saber, sumándose a tanto populismo que nos invade.

Apuesto con ustedes a que alguien hará esfuerzos para dar a entender que, aunque de alguna manera el insulto al Islam podría haber sido malinterpretado o exagerado, todavía hay que ver el insulto desde el punto de vista del insultado. Y que Salman fue éticamente incorrecto.

Éste es un punto de vista doblemente despreciable, no solo porque no hubo un insulto real sino también porque el derecho a la crítica, incluso ácida, a las religiones de otras personas, o a su ausencia, es un derecho fundamental, parte de la herencia del espíritu humano. Sin ese derecho al discurso abierto, la vida intelectual se convierte en mera crueldad y búsqueda de poder.

La daga alcanzó a Rushdie, finalmente. Y ésta es otra lección que debemos obtener: cuando un autócrata, un teócrata, un líder de cualquier cosa señala a un enemigo, lo condena a la guillotina, al azote hasta que sangre o cosas parecidas, siempre hay un imbécil asesino que cumple el deseo del prescriptor.

Hay una idea que ha cobrado nueva y peligrosa vida en nuestras modernas sociedades, tanto en el lado progresista como en el reaccionario: que las palabras son iguales a las acciones.

Es una idea que refleja la forma más primitiva de la palabra mágica y tiene la misma relación con el lenguaje que la astrología tiene con la astronomía.

Palos y piedras realmente pueden romper huesos. Las palabras nunca pueden lastimarte, solo desafía nuestras mentes y nuestras categorías de pensamiento.

Por supuesto, hay palabras viles que pueden y deben ser rechazadas, insultos que deben ser contestados. No propongo proteger la vileza, ni siquiera la de las expresiones de los autócratas; es de las amenazas de los matones de las que necesitamos protección.

 

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