Un estalinista desestabilizado

Éste es un país de chirigota. Machado lo definió en su ‘mañana efímero’ glosando esa España de ‘charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María’… o devota de Frascuelo y de Irene, que lo mismo da que da lo mismo. Y en ese país lechuzo y tarambana, sólo un estalinista con dejes bolivarianos, actuando nominalmente como vicepresidente segundo del Gobierno, es capaz de incumplir las normas del propio ejecutivo y saltarse la cuarentena de forma tan chulesca.

Nunca tuve a Pablo Iglesias por un gran estadista; sí lo tuve por lo que es: un  activista estalinista con nula preparación democrática que quiere llevar las conclusiones del opúsculo leninista “¿Qué hacer?” hasta sus últimas consecuencias. Nunca vi, tampoco, a Iglesias como un personaje coherente consigo mismo. No se puede hablar de la casta y hacerse casta de la noche a la mañana; no se puede desconfiar de los que tienen chalés en La Moraleja -o en otras zonas de superlujo residencial- y adquirir una auténtica dacha en una de las más exclusivas zonas residenciales de Madrid; no se puede… En fin, Ortega diría de él que Iglesias es, efectivamente, el personaje más ejemplarizante del ‘yo soy yo y mis circunstancias’.

Todo eso es conocido: la divagaciones políticas de Iglesias, su estalinismo en la concepción del partido y de la sociedad futura –centralismo democrático, liderazgo carismático, culto a la personalidad y auge con mando en plaza de los verdaderos profesionales de la agit-prop, entre otras cosas que incluyen hasta la manipulación informática-, sus contradicciones personales entre el obrerismo y el capitalismo individual… todo es conocido, pero nunca creí que le vería dando tan mal ejemplo a una sociedad que aparece sometida al riesgo de una pandemia.

La mujer de Iglesias, Irene Montero, con la que Iglesias comparte de forma natural casa y cama, está infectada por el coronavirus. El compartir hasta lecho origina que la otra parte, es decir, Iglesias, deba ponerse en cuarentena, y el gobierno al que ambos pertenecen ha exigido de forma colegiada –como no podía ser de otra manera- que la cuarentena se cumpla estrictamente en el domicilio particular. Así están obligados a hacerlo todos los españoles, que en caso contrario pueden incurrir en algún ilícito incluso penal.

Pero lo de Iglesias es ya chulería bolivariana: él es único y sin igual, es el líder carismático, el cerebro gris, la testosterona, el macho ibérico, la excepción que no confirma ninguna regla… es inmune a las leyes –incluso a las suyas propias- y alérgico a su cumplimiento, el cual exige a los demás ciudadanos del país. Con estupor, primero, y con auténtico rechazo, después, hemos visto a Iglesias en el Consejo de Ministros alegando que se ha saltado la cuarentena porque no le han puesto medios telemáticos y que si ha ido al Consejo ha sido con todas las precauciones sanitarias posibles. Sólo he visto esa cara de cemento en el convidado de piedra; es decir, en el comendador de Don Juan Tenorio, sólo que éste era una estatua, porque el original ya estaba muerto.

Ahora sabemos, sin embargo, por qué quería Iglesias contagiar al resto del gabinete: impedir que Pedro Sánchez adopte la decisión más lógica de todas en este estado de pandemia, que no es otra que poner al país, incluyendo la sanidad, bajo un solo mando, el del gobierno central. Una decisión que rebaten separatistas vascos y catalanes, lo socios de Iglesias en la España rupturista que lidera la amalgama Podemos. Y, ya de paso, meter mano en la sanidad privada, aunque ésta haya sido virtualmente requisada ya por el gobierno, con el fin de desestabilizarla y finiquitarla. ¿Acaso como en Venezuela?

Cada día está más claro: estamos en manos de un estalinista desestabilizado que lleva camino de descuartizar al país de 47 millones de personas: esa España cuyo nombre tanto trabajo le cuesta a Iglesias pronunciar.

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