Cuenta el historiador Rick Perlstein que cuando, en febrero de 1973, regresaron a casa los norteamericanos presos en Vietnam, encontraron un país totalmente distinto del que habían dejado años atrás: los soldados ni siquiera podían vestir el uniforme en público sin ser acusados de “asesinos de bebés”, tal había sido el impacto negativo de la guerra entre sus paisanos.
Dos anécdotas ilustran ese estado de cosas. La primera, que el espacio televisivo The Today Show hubo de dedicar a los excarcelados un programa entero para explicarles el nuevo lenguaje social y el distinto significado de las palabras que antes se usaban en otro sentido. La segunda, que en 1965 la película que arrasaba en las pantallas fue la almibarada Sonrisas y lágrimas y que, en cambio, la de mayor repercusión siete años después era El último tango en París, con descarnadas escenas eróticas que aún eran delito en gran parte del país, según recuerda el historiador citado.
Ese vértigo de entonces, forzado por el trauma de una guerra, no es nada comparado con la evolución incruenta que hoy día vemos entre nosotros mismos, donde ya ni existe el piropo, sino que éste se considera un acoso sexual en toda regla.
Hasta hace nada, quienes se manifestaban pidiendo un salario digno solo eran los trabajadores y ahora son superados en exigencias por los pensionistas ya que, entre otras cosas, son ellos quienes cargan sobre sus espaldas muchas economías familiares. Otro ejemplo: los que tienen que contenerse en sus acciones de respuesta son las fuerzas de seguridad pública, mientras que ilegales de toda índole pueden atacarlas casi con total impunidad, desde simples manteros a delincuentes organizados, pasando por turistas en delirio etílico o belicosos hinchas de fútbol.
No se trata aquí de hacer ningún juicio de valor, sino constatar que las cosas son muy distintas a cómo nos las enseñaron hace bien poco, que las instituciones y los símbolos tienen una consideración muy diferente a la que se les atribuyó en su día y que conceptos como familia, sexo, religión, patria… siguen siendo hasta sagrados bajo unos nuevos parámetros, pero que en cambio se les califica de retrógrados si lo que se pretende es preservar su significado original.
Hay visiones optimistas y pesimistas sobre el mundo que se nos viene encima. Claro que los futurólogos nunca han sido muy precisos ni correctos a la hora de sus previsiones. Por ejemplo, hace setenta años anticipaban que hoy día comeríamos algas en vez de carne y que vestiríamos habitualmente trajes de neopreno. En cambio, ninguno de ellos previó la revolución tecnológica de las redes sociales.
Ni un acierto, pues.
Uno de los actuales gurús de la prognosis, Robert M. Goldman, predice que en la próxima década todo será de maravilla. Según él, unas computadoras exponencialmente mejores nos permitirán comprender mejor el mundo: sustituirán a abogados y médicos y los nuevos vehículos autónomos evitarán el 99 por ciento de los accidentes.
Al no conducir y poder trabajar desde donde queramos, las actuales mega ciudades recuperarán su dimensión humana. Y al multiplicar las fuentes de energía alternativa y barata, se potabilizarán las aguas saladas y las residuales, todos los objetos podrán fabricarse en 3D, el trabajo será más productivo, nuestra esperanza de vida alcanzará los 100 años y todos seremos felices y comeremos perdices, como en los cuentos de nuestra infancia.
Claro que hay un montón de cosas que no quedan claras en tan idílicas profecías. Por ejemplo: cómo se repartirá el menor trabajo que quede y quién se beneficiará del ocio resultante; qué pasará con los pobres actuales y cómo se abordará ese problema; si habrá o no movimientos migratorios y si se pondrán trabas a los traslados masivos de personas; cómo se atenderá al número creciente de viejos y quién financiará dicha atención cada vez más costosa,…
Si nos paramos un minuto a pensarlo, la cuestión no consiste en si habrá o no vertiginosos avances tecnológicos, que sí, que los habrá, sino en cómo afectarán a nuestras vidas, en si podremos asimilarlos fácilmente o no, en quiénes se beneficiarán de ellos y quiénes saldrán perjudicados, en cuáles serán los valores con que vayamos a gestionarlos y en si la sociedad resultante será más justa o no que la actual.
Al parecer, tenemos tanta prisa en llegar al futuro, que estamos dispuestos a que nos arrolle sin haber averiguado cuál es el rumbo que debe tomar.