He vivido 32 años bajo el régimen de Franco y muchos más con el cadáver del dictador sepultado en el Valle de los Caídos. La angustia cotidiana en un sistema político autoritario y mediocre, contra el que milité activamente en la oposición, contrasta con las libertades y derechos de estos 43 años en los que Franco, por fortuna, es un recuerdo cada vez más borroso y menguado en la historia de España.
Hasta ahora, en que su tan traída y llevada exhumación revive su ominosa presencia y parece convertir a su persona en el problema actual más acuciante de nuestro país.
¡Con lo tranquilos que estábamos!
En este momento, a efectos prácticos Franco, me importa lo mismo que Fernando VII, el general Berenguer u otros personajes históricos que, por suerte, ya no volverán. Y me sorprende el afán de revitalizar y agigantar su persona por parte de quienes no padecieron su régimen y que, en la mayoría de los casos, habrían pertenecido a esas masas fervorosas de lameculos que lo vitoreaban en sus sucesivos desfiles triunfales.
Los mismos, además, hacen comparaciones brutales y esperpénticas con los regímenes de Hitler, Stalin o el camboyano Pol Pot, cuando los tales diezmaron su población, provocaron guerras y fueron incapaces de evolucionar hacia una democracia.
El odio, comprensible, a todo lo que Franco supuso, ha llevado a abrir un expediente a aquellos que han recordado que el general fue un gran militar y estadista, que lo fue, toreando a Hitler y a Churchill y evitando contra todo pronóstico entrar en la II Guerra Mundial. Porque la verdad es que se puede ser un genial militar, un hábil estadista y un gran hijo de puta, todo al mismo tiempo, como en el caso del llamado entonces Generalísimo.
Por si había alguna duda del consenso que llegó a generar el dictador, que se lo pregunten a los viejos arrantzales de Bermeo que, cuando llegaba a pescar en sus aguas el Caudillo, se pegaban por servirle, ya que ello no les suponía deshonra alguna, sino un honor personal y profesional. Y eso, para que se sepa, me lo han contado personalmente viejos supervivientes nacionalistas de aquellos sucesos.
Uno quisiera, pues, olvidarse de Franco de una vez -nunca he dedicado tanto espacio a nadie en un artículo- y centrarse en los problemas reales de paro, descrédito institucional, inmigración, injusticias sociales, nuevos retos tecnológicos,… de los que sí depende nuestro presente y nuestro futuro.
Sólo si el dictador o un remedo de él volviesen a ocupar el poder, me opondría con la misma fe y el mismo empeño que lo hice hace medio siglo. Pero me temo, en cambio, que estos antifranquistas de nuevo cuño, sobrevenidos al calor de una moda impuesta e interesada, volverían a bailarle el agua, a cantar sus falsas proezas y a afirmar que ningún salvador de la patria mejor que él.
Vivir para ver.