Sin los partidos de izquierda, en general, y el socialista, en particular, Europa no gozaría del bienestar económico y social del que disfruta en la actualidad. Su acción hace un siglo, tras la masacre de las clases populares en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, acabó con el clasismo histórico de Europa, generó más riqueza y la distribuyó mejor.
Esos valores son hoy patrimonio común con la derecha democrática, con lo que los socialismos han perdido su espacio diferenciador y hasta su justificación. La revolución electrónica ha aumentado vertiginosamente la productividad y reducido la necesidad de mano de obra. La globalización, por otra parte, ha acabado con industrias históricas, reducido el bienestar relativo de las clases populares y ampliada la desigualdad social. Ante ello, el socialismo no encuentra su sitio y ve cómo el populismo renace de sus cenizas con prédicas tramposas y utópicas.
No se trata sólo del caso español, con corrientes antagónicas y reduccionistas, ejemplificadas quizás en Pedro Sánchez y Susana Díaz. Sucede lo mismo en Francia, Italia, Gran Bretaña…, donde algunos líderes, como Valls y Renzi, intentan aplicar recetas de la derecha, y otros, como Corbyn y Mélenchon, se refugian en un añejo izquierdismo incapaz de enfrentarse a los problemas de hoy.
Ése es el desconcierto en que viven los socialistas. Presionados por la urgencia electoral, abandonan el debate político necesario para luchar enconadamente por imponerse unos a otros, como si ésa fuese la única solución. Ésta pasa, en cambio, por afrontar con una nueva mentalidad el reparto del trabajo, los estímulos al empleo, los beneficios de la globalización, el movimiento de trabajadores, el equilibrio entre necesidades sociales y méritos personales y entre derechos individuales y obligaciones colectivas.
Una auténtica revolución ideológica, en definitiva, que va justamente en dirección contraria a los populismos simplistas, ya sean de Trump y Le Pen o de Iglesias y Tsipras.