El club de los periodistas muertos

La misma semana en que perdemos a Ángel Casas, a Ander Landaburu o a Jesús Quintero, el cronista comete un error: ver una tertulia televisiva. En un momento determinado de la tertulia, con aplomo, un periodista, de esos que han convertido su periódico en una barricada de internet, que ofrece titular a medio euro, dice sobre un político: “Es un sinvergüenza”.

No nos informa del detalle de lo que ha dicho tal político, eso es cosa de becarios, ni nos informa del contexto. Eso no importa, porque él es un profeta que está más allá de la noticia, un gurú del argumentario y le pagan para eso, dinerillos que se ahorra su director que, también, está insultando en otro canal. Eso son los periódicos de ahora: el director y el periódico de cabecera cobran de opinantes.

Inmediatamente después, la conductora del programa da paso a una periodista experta. La chica tiene 25 años, apenas ha trabajado en su vida, y descalifica a otro experto que tiene 25 años de carrera, es científico en la materia, doctor universitario y ha cometido un error: explicar con datos las cosas de las que hablan. Pero a la chica le han pasado un argumentario para desmentir al científico.

Justo es en ese momento cuando el cronista se siente, en afortunada metáfora que no es propia y que cito de memoria, “un hombre con un tenedor en un mundo de sopa”. Ni el dato ni la información rigurosa sirven ya para nada: importa la barricada y convertir a los becarios en expertos; es más barato.

Aquellos viejos periodistas, ahora perdidos, nos enseñaron a conocer músicas que ignorábamos, sacaron el striptease de las cuevas oscuras de los prostíbulos. Nos dijeron, con historias y datos, a jóvenes y viejos antifranquistas, que el tiro en la nuca no era la libertad. Nos enseñaron, treinta años antes de que se hiciera norma correctísima, que en los márgenes sociales había dignidad.

Hoy no se informa sobre el asunto, sólo se predica sobre la cosa, eso sí, sin dar dato creíble alguno. Los periodistas y las periodistas que hemos perdido nos enseñaron todas las caras que puede tener la vida: desde la glamurosa cantante, al dolor de la cárcel; desde el anuncio de enfermedad que te matará a las risas de aquel hombre que no puede pagarse una dentadura.

Los medios de comunicación, con honrosas excepciones, generalmente ubicadas en algún rincón de internet o medio minoritario, han decidido situarse en el extremo contrario.

Se prefiere la polémica y la barricada a lo que importa. Las declaraciones estridentes son mucho mejores que contarnos lo que acontece. Es mejor el grito que el dato. No hace falta información, hace falta un click en las redes, llamar la atención cual “influencer” (que, en español, deberíamos decir influentes).

Los medios ya no compiten entre ellos para ofrecer la mejor información, compiten con Tamara, con Laura Escanes, con los “streamers” (atrévanse a llamarles “emisores en continuo”, si tienen lo que hay que tener).

En consecuencia, aquello de que “la opinión es libre, pero los hechos incontrovertibles”, ha pasado a la historia. Es mejor tener a Tamara a tu lado que sugerir interpretaciones alternativas. Además, lo primero se hace copiando un mensaje en Instagram, lo segundo obliga a currar.

Lucrarse con el ruido no supone un gran esfuerzo ni profesional, ni económico ni ético: basta sólo con tirar de la lengua a persona charlatana que pase por ahí y de ésas, en la época de la gente airada, sobran.

Vivimos una serie de problemas que son demasiado grandes para mentes tan pequeñas. Pero no importa.

Aproximarse a lo importante es generalmente lento y costoso, requiere estudio y experiencia. Y no, no hace falta tanto esfuerzo en la era del “fast food” de la comunicación y la fiebre por la audiencia telemática. Un buen insulto es mejor que una buena entrevista; un rumor es mejor que la verdad; un becario es más barato que un viejo periodista gruñón.

En este mes de octubre, dolido por la pérdida, así de golpe, de tantos profesionales que hicieron de su oficio un ejemplar magisterio, déjenme insistir en la utilidad de los viejos periodistas.

Tengo la fortuna de compartir tertulia con veteranos y veteranas periodistas, liberales, de derechas, alguno de izquierdas. Son de los de antes, unos antiguos de los que gustan conocer, antes de opinar. Qué viejuno.

Este cronista, algo mayor quizá, cuya palabra apenas vale el vinillo que se tomará al acabar su crónica, debe recordar que la verdad no está en una trinchera de odio, en la propaganda de parte, en la noticia interesada, en el argumentario de los poderes que nos rodean.

En realidad, de eso nos hablaban Ángel Casas, Ander Landaburu o Jesús Quintero: lo que nos decían, es que la historia también existe donde nadie mira y su mirada era nuestra forma de conocer el mundo.

Jesús Quintero solía usar en sus programas una balada de Pink Floyd: “Shine on you crazy Diamond”. La canción se dirige a los extraños, a las leyendas y los mártires, a los videntes, finalmente a los pintores, a los gaiteros y a los prisioneros, a todos los diamantes locos y les pide que brillen.

Estimadas y estimados oyentes, en estos tiempos de tanta Tamara, periodismo alineado y de barricada, experto imberbe. En estos días, donde el esfuerzo parece no valer nada, rebélense, abandonen el insulto, háganse como yo del club de los periodistas muertos y brillen, se lo merecen, mientras tienen un gran día.

 

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