Pedro Sánchez jamás pensó en dimitir porque eso no va con su carácter. Un hombre que peleó como un jabato cuando quedó descolgado de la secretaría de su partido hasta lograr recuperarla y que pactó con quienes había repudiado segundos antes con tal de lograr el poder no se amilana por un quítame allá esas pajas, o esa corrupción, en este caso.
Los cinco días de zozobra a que ha sometido al país han sido una operación calculada para salir fortalecido de ella. Ha quedado como el hombre herido en su ética ante una oposición que no se para ante nada, ni ante enfangar las relaciones personales de sus adversarios.
Por eso, por ese cálculo, la suya ha sido una decisión para desembarazarse de oponentes cuando más débil se sentía, tanto demoscópicamente como en las confrontaciones de casos de corrupción. Ha sido, pues, la suya, una revancha en toda regla, quedando él como el único bueno de la pelea política, frente a quienes usan la bajeza como arma de combate.
Lo peor del caso es que todas las maldades atribuidas a sus oponentes podrían aplicarse a su propia manera de hacer política, sacando a colación casos personales, acusando a sus enemigos sin pruebas y sometiéndoles a un rodillo judicial, saltándose la separación de poderes.
En el repaso que ha hecho a las razones de sus dudas respecto a la acción política, ha puesto en cuestión la actuación de los tribunales, los argumentos de la oposición y las motivaciones de la prensa crítica con su gestión. Ha sido, como él dice, un punto y aparte, que justificará todo tipo de maniobras para aniquilar a sus enemigos. A partir de ahora los jueces se sentirán más presionados, la oposición más disminuida y los medios de comunicación críticos más amordazados. Un éxito, pues, y una revancha en toda regla.