El miedo inmediato de Europa es el de la trágica pandemia que la afecta, por supuesto. Pero tiene otro miedo tan dramático como él: el de las desoladoras consecuencias económicas del covid19, que puede hasta acabar con las instituciones comunitarias.

Eso ha sido ejemplificado en la gran cuestión de estos días, ¿cómo se paga el coste de esta crisis? O, dicho de otra manera, ¿qué fondos se desvían hacia esa acción, con el peligro de que luego nunca los retornen sus prestatarios?

De momento, el dilema se ha saldado con la aplicación de los mecanismos ya previstos en la Unión y la no mutualización del riesgo mediante la creación de eurobonos avalados por el conjunto de la UE, que es precisamente a lo que se oponían Holanda, Alemania y otros países del centro y norte de Europa.

¿Egoísmo de los más ricos? ¿Prudencia de los países más ahorradores y juiciosos con sus presupuestos?

Todos, hasta los más renuentes, saben que la crisis sanitaria ha arramblado con las políticas de contención presupuestaria, ausencia de déficit y equilibrios precarios, yendo a un colosal endeudamiento de larguísimo y problemático pago. Hasta ahí, todos de acuerdo, porque la alternativa sería hacer pedazos la Unión Europea.

Lo que no querían los más cumplidores de la fiscalidad europea es dar un cheque en blanco a los más morosos, ya deficitarios antes de la crisis y con gastos presupuestarios discutibles y hasta prescindibles. Con el dinero de nuestros ahorradores y de nuestros pensionistas no se juega, ha sido su argumento.

Aun así, el acuerdo creado exigirá controles y verificaciones, siempre con la espada de la desunión en alto. Se ha salvado, pues, el primer escollo del camino comunitario, pero no será el único que surgirá para comprobar si la UE tiene todavía posibilidades de supervivencia.