Reconozco, sí, mi admiración estupefacta por Juan Calos Monedero, esa especie de Robespierre fuera de época. Y lo hago con mucha sorpresa y cierto conocimiento de causa ya que el hombre se ha colado en mi vida, supongo que como en la de muchas otras personas: desde hace un tiempo, sus vídeos aparecen constantemente en mi aplicación de Facebook opinando sobre lo humano y sobre lo divino.
No sólo suele molestarme que alguien pretenda pensar por mí mismo y luego colocarme esa ganga ideológica como si fuese una mercancía intelectual de mi propia cosecha, sino que además lo haga sin ninguna idea potable en la trastienda. Por eso, resulta compatible mi desazón inerme con la admiración por un tipo tan desfachatado. De mayor quisiera ser como él: sin inhibición alguna, encantado de haberse conocido, sabiéndose superior a sus oyentes y hasta magnánimo en no zaherirles tanto como ellos se merecen.
Ésa suele ser una actitud común a los comunistas de nuevo cuño, frente al adusto rigor y a la aburrida cháchara moral de los comunistas antañones, de más solera, pata negra, podríamos decir. Monedero representa la frivolidad divertida que consigue hacer pasar por profundos análisis los meros chascarrillos, y las ironías y los sarcasmos por ejercicios de ingenio.
No es el único, por supuesto, entre los impostores del pensamiento, pero sí, quizás, quien lo haga con mayor capacidad y mayor eficacia. Y lo peor del caso es que quienes reciben sus puyas entran al trapo e intentan rebatirle, al igual que ciertos espectadores del ilusionista Houdini se ponían frenéticos por no poder descubrir sus trucos.
Lo mejor en este caso, digámoslo ya, es disfrutar del espectáculo retórico de Monedero, sabiendo que sus insultos, insultos son, y no pensamientos dignos del difunto Antonio Gramsci.