La banalización de la violencia y el éxito de los que odian mejor

La cobardía de las manadas, en el último caso madrileño contra un homosexual, no tiene justificación, y si me apuran, ni explicación. Horas después de publicar este texto, el afectado declaraba haber consentido la aparente agresión. Lo que hace todo más confuso. No obstante, que esta agresión sea falsa, hay otras abundantes que no desmienten lo que aquí se dice.

Sin embargo, deberíamos a empezar a pensar que algo pasa. Y no solo pasa en los territorios vulnerables de las mujeres o el mundo LGTBI, o en el de los árabes, en otra esquina.

Es un hecho objetivo: la violencia se ha banalizado en todos los ámbitos.

No cabe duda, y en España tenemos dramáticos ejemplos de ello, de que si alguien pone una diana es porque hay un tonto que va a disparar. Los discursos contra la diversidad -sea de género, raza o identidad- tienen efectos, aunque no sea lo mismo un despreciable ejercicio de libertad de expresión que cometer un delito.

Un diputado, Rufián tenía que ser, algo impensable en otros días, entrevista en Youtube a una “influencer” -curioso nombre que banaliza también la opinión- que declara que matar, en el caso de Vox, igual no estaba tan mal.

La señora se disculpa al darse cuenta del lío jurídico en el que se ha metido y el diputado borra la entrevista. Él y ella muy valientes. ¿Pero alguien garantiza que algún descabezado o descabezada, seguidora de la “influencer” o del glorioso diputado no ha tomado nota?

Un editor de una revista de parte, porque ahora los medios vienen a ser revistas de partido, ilustra un artículo del prócer por la ciudadanía madrileña despedido con una pistola que apunta hacia la izquierda, con las siglas de PP y VOX grabadas en la empuñadura. Una “finísima” sugerencia.

No importa. Todo es libertad de expresión. Es libertad quemar contenedores, hacer botellones en plena pandemia, despreciar a quienes deben guardar el orden, si no apedrearlos. No importa citarse a peleas de masas entre fanáticos de este o aquel club o, menos aún sacar una navaja a la primera de cambio. Odiar está bien visto.

Dos ruidos en las teles, unas reprimendas y si un juez falla que eso es delito, a por él, que seguro es un fascista. Ni patada en la puerta, ni mordaza, ni delito de odio: compongamos hermosas odas sobre el derecho a matar de los terroristas.

La violencia banalizada nos ataca a todos. El día que le toque a usted, quizá sea demasiado tarde.

Sin duda, la primera razón, es que han saltado por los aires todos los mecanismos de consenso, diálogo o mediación que habíamos convenido.

El ámbito político es notablemente responsable de los relatos de rencor que se han adueñado de nosotros y nosotras.

No lo es menos que la distribución de cargas y esfuerzos de las sucesivas crisis no se hayan repartido por igual y hayan empobrecido a los sectores más jóvenes de clase media, sorprendentemente radicalizados, en comparación con sus afanosos padres.

Pero los pobres no matan, señores y señoras míos. Simplemente, hemos descubierto nuestra incapacidad para educar en valores y paz.

Resulta que nuestra sociedad no era un nido acolchado con plumas donde todos nos depositábamos, a golpe de buenismo.

Lo que hemos creado es la sociedad del anonimato, de los discursos que legitiman el odio, desde cualquier lado del espectro ideológico. Las redes sociales no solo ayudan, viven de ello y el resto de los medios se acaban contagiando. Saber la verdad, buscar el encuentro, lleva más tiempo y es más claro.

El éxito es el “click” y posicionarse en la economía del escándalo es lo que se le pide al director de un medio y a sus becarios… profesionales casi no quedan.

La pérdida de la educación en valores y en historia, como en cualquier otra cosa, es determinante. La ignorancia ofrece notables oportunidades a la demagogia.

El respeto a la pluralidad de conciencia y de opciones de vida es, sin duda, una idea europea que maltratamos cuando despreciamos nuestra pertenencia a esa cultura.

Es igual de cierto, perdonen que lo recuerde, que esa idea no nos hubiera llegado si el Islam -mire usted por donde- en la edad media, no nos hubiera traído a los griegos, a los que por estos lares desconocíamos.

Sostiene un personaje de Donna Leon que prefiere a Cicerón que a los griegos. Espeta una razón irrefutable: “Porque él sabía odiar”.

Denigrar esa civilización europea, con actitudes culturales aparentemente de izquierda, unas veces, por opresora del multiculturalismo, es un error también determinante. Creer lo que uno quiera, convivir con quien uno desee, vivir con quien no piensa como uno es muy europeo, y nos ayuda a descubrir el lado oscuro de la multiculturalidad.

Abrir piscinas a bañadores burka no estaría mal, si fuéramos capaces de reconocer que eso no es diversidad sino exclusión y discriminación. Cosa que convendría hacer antes de gritar, por favor, muy fuerte y muy alto, en favor de las mujeres y niñas afganas (tampoco parece que niños y hombres lo vayan a pasar fetén).

Aferrarse, en el otro extremo, a que la pluralidad de conciencias y opciones de vida es un consenso “progre” y deleznable, además de una hipócrita falsedad histórica, legitima la única vez que Europa permitió que los empobrecidos críos y crías de la clase media patearan y mataran en las calles y los campos, primero a los judíos y luego a todos los demás.

Las esquinas ideológicas, el frentismo, el mirar hacia otro lado cuando el violento es de los nuestros ha agotado su recorrido. O paramos o lo que vendrá será peor.

No hay mártires de ninguna causa que empuñen armas, navajas o quemen contenedores. La pena es que la banalización de la violencia tiene, muchas veces, ese origen: necesitamos mártires. Y no hay nada peor que héroes sin causa: crean problemas donde no los hay.

Y ahora vayan a dibujar pistolitas o gritar a los “menas”. Ustedes mismos: cuanto mejor odien, tendrán más visitas en sus redes.

 

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